12. La herencia del Guardián - parte 2

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Darwin 

Hace 18 meses...

Llevaba varias semanas durmiendo fatal, en parte a causa del calor sofocante que nos arrasaba desde el inició del verano. En parte mi insomnio también se debía a una sensación de angustia e intranquilidad cada vez que me tumbaba en la cama e intentaba descansar. Mi mente esperaba que algo ocurriese, pero sin saber qué ocurriría o cuando, sólo me mantenía alerta.

Cuando por fin fui capaz de dormir al menos un par de horas cada noche, este descanso siempre venía acompañado de unos sueños un tanto extraños. Sueños en los cuales yo nunca era el protagonista. Continuamente contemplándolo todo desde la distancia; siendo consciente de todo lo que acontecía, pero sin llevar el control, algo que se asemejaba mucho a cómo sentía la realidad de mi existencia: siempre siendo un mero espectador de la vida. Con el paso de los días aquellos sueños abstractos que no sabría explicar fueron definiéndose y tomando forma.

Siempre se repetía la misma imagen: un anciano, vestido con una especie de túnica antigua roída por el paso del tiempo. Éste siempre se encontraba sentado en la misma posición y en el mismo lugar, que era una especie de cueva de roca muy oscura, pero que brillaba en algunos puntos proporcionando una tenue iluminación de toda la cueva. Las huellas del paso del tiempo marcaban el rostro del anciano, que parecía ser extremadamente mayor, más incluso de lo que se podría esperar de un hombre. Su mirada era muy intensa, como si contuviera el peso de todo lo acontecido y por acontecer en nuestro mundo. Al mirar a aquellos profundos ojos verdes, su rostro me resultó familiar, como si no fuesen de un desconocido. La escena de mis sueños nunca variaba; el anciano sentado, juzgándome con su mirada y, a pesar de que el hombre nunca hizo el más mínimo movimiento con sus labios, en mi cabeza siempre resonaban las mismas palabras. "Ven a buscarme". Aunque nunca hubiera escuchado a aquel anciano hablar, sabía que era su voz y que se dirigía a mí. En multitud de ocasiones intenté moverme, hacer que mi cuerpo reaccionase o responder a la petición del anciano, pero nunca tuve la potestad de hacerlo. Lo único que podía hacer era quedarme mirando al viejo sentado en la roca y escuchar su voz dentro de mi cabeza.

Pasaron semanas y todas las noches tenía el mismo sueño, el anciano sentado en la cueva y su voz tronando por todos los rincones de mi mente. Siempre las mismas palabras, siempre entonadas de la misma manera, pero nunca saliendo de su boca. Comencé a preocuparme, a pensar que algo malo le estaba ocurriendo a mi mente y que aquel sueño era fruto de ello. No quise hablarlo con nadie, no quería preocuparlo, pero también sabía como sonaría si le contaba a alguien lo de los sueños. Me tomarían por loco o creerían que le estaba dando más importancia de la que debería darle.

Después de llevar un tiempo así, el cansancio había hecho mella en mí. Estaba adelgazando más de lo normal, apenas comía durante el día ya apenas dormía durante la noche. Cada día que pasaba mis ojeras se marcaban más y mi aspecto era más desaliñado y cansado. Sentía como mi cordura iba desvaneciéndose con cada madrugada en la que me despertaba entre sudores después de haber tenido el mismo sueño que la noche anterior. El hilo que representaba mi cordura fue haciéndose cada vez más fino y comenzaba a deshilacharse, arrastrándome hacia un mar caótico de confusión y caos. Mi mente estaba empezando a hacerse añicos y no sabía cómo ponerle fin a aquel torbellino de locura en el que me había sumergido. Durante el día sólo podía pensar en lo que me aguardaba en el mundo de mis sueños y mientras me encontraba en aquel mundo, al que un día consideré un lugar seguro, en lo único en lo que pensaba era en despertarme. Ya se había convertido en una rutina para mí.

Una de tantas noches volví a la cueva, volví a encontrarme con el anciano que me observaba fijamente y me castigaba con su penetrante mirada. Sin embargo, noté algo distinto aquella noche. Mi cerebro enviaba órdenes a mis extremidades y estas, sorprendentemente, respondían correctamente. Levanté el brazo y lo miré detenidamente, como si se tratase de una ilusión. Me quedé durante un rato observando mi mano, volteándola, estudiándola, como si quisiera comprobar que realmente me perteneciese. Entonces decidí devolverle la mirada a la persona que sabía perfectamente que se encontraba frente a mí desde el principio. Esperaba escuchar su voz en mi cabeza como ya me había acostumbrado, sin verle articular ni una palabra. Pero entonces, para mi sorpresa, dijo:

ECOS DE LO DESCONOCIDO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora