14. El funeral - parte 1

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Me encontraba tumbada sobre la cama, no sabía que era hora exactamente, pero los primeros rayos de sol ya comenzaban a colarse por las rendijas de la ventana. Apenas había podido dormir durante noche, ya llevaba un par de horas despierta y aún quedaba algo más de una hora para que sonase la alarma del despertador. Sabía que mi padre ya se encontraba en la planta de abajo preparando el desayuno, pero no sentía las fuerzas necesarias para levantarme. Así que decidí quedarme ahí, tumbada, mirando al techo de la habitación. Han pasado dos días desde su muerte y aun sigo notando su presencia por toda la casa, que mantiene su olor como el tesoro mejor guardado. En unas horas iremos mi padre, hermanos, la señora Lefevre (que no se separa de nuestro lado) a la funeraria a darle el último adiós a mi madre. Mi mente funcionaba a mil por hora y a la vez no era capaz de pensar en nada. Nada que no fuera recordar lo ocurrido dos días atrás.

Después de que la ambulancia se llevase a mi madre, la señora Lefevre y yo nos dirigimos al hospital. Estuvimos allí esperando mucho tiempo, después de la primera hora dejé de contar los minutos. Fue en la sala de espera donde nos dijeron que, a pesar de haber hecho todo lo posible por salvarla, no lo habían conseguido. No me derrumbé en ese momento, mis ojos no soltaron ni una lágrima. Fui incapaz de reaccionar, me quedé ahí sentada mirando a la nada. En cambio, la señora Lefevre comenzó a sollozar sin parar; ella y mi madre llevaban siendo amigas desde hacía años y siempre habíamos la considerado parte de nuestra familia.

Mientras yo intentaba asimilar el duro golpe que acababa de recibir, los médicos y la señora Lefevre se encargaron de llamar a mi padre y realizar el papeleo correspondiente. Agradecí mucho el apoyo que aquella dulce anciana me brindaba, solo el hecho de pensar en tener que pasar por todo aquello yo sola hacia que me sintiera mareada. Después de varias horas en el hospital, nos dirigimos hacia su casa, no me sentía preparada aun para enfrentarme a la soledad de mi hogar. Me dejó unas prendas de vestir suyas de cuando era más joven, ya que mi ropa estaba llena de la sangre de mi madre y pasamos toda la tarde allí; aunque yo simplemente me senté en uno de los sillones haciendo como que veía la televisión, cuando en realidad solo estaba contemplando la nada. La señora Lefevre hizo la cena para ambas: un plato con un filete de pollo especiado y de guarnición puré de patatas. Aunque la cena tenía una pinta deliciosa, el hambre había abandonado mi cuerpo y apenas pude probar la comida. Mientras, la señora Lefevre hablaba de la gran pérdida que habíamos sufrido, lo injusta que era la vida y no paró de compadecerse de mi y mis hermanos. Quería agradecer todo el apoyo que me brindaba, pero no tenía fuerzas para apenas hablar o mirarla a los ojos.

Aunque la anciana me ofreció su casa para pasar la noche hasta que llegasen mi padre y hermanos, lo rechacé. Necesitaba un momento para estar a solas e intentar digerir aquel día terrible que parecía que nunca iba a terminar. No me molesté en cambiarme de ropa, no tenía ganas de hacer nada. Así que me dirigí al salón, cogí la manta favorita de mi madre, inspiré profundamente y la fragancia de mi madre me envolvió, como si su esencia se hubiera quedado atrapada en la manta. Envuelta en el abrazo de la manta me senté en el sofá y me quede allí en silencio, esperando a que el tiempo pasase.

No recuerdo cuanto tiempo estuve así, prácticamente inmóvil, incluso cuando en mitad de la noche llegaron mi padre y mis hermanos. Tardé varios segundo en asimilar el sonido de la puerta abriendo y cerrándose y reconocer la voz de mi padre llamándome. Giré lentamente la cabeza para poder verles las caras, mis hermanos pequeños tenían los ojos rojos e hinchados, signos de haber estado llorando durante horas. Intenté lanzarles una sonrisa reconfortante, pero se quedó en un amago; ellos me devolvieron el mismo amago de sonrisa. Con la mirada les intenté trasmitir que compartía su dolor. A continuación, dirigí mi atención hacia mi padre, que parecía tan devastado como nosotros. Tenía unas ojeras muy marcadas bajo los ojos, lo que me indicaba que no había pegado ojo durante el viaje.

ECOS DE LO DESCONOCIDO ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora