Capítulo 17: Nikolay Arlov

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1999

Las hojas del otoño crujían bajo las ruedas del coche mientras nos acercábamos a la mansión. Afuera, la noche era fría, pero en el interior del vehículo, el ambiente estaba cargado. Mis padres no habían dejado de discutir desde que salimos de la fiesta. Mi padre, era un maestro en ocultar su verdadero yo, frente a los demás; su sonrisa encantadora y sus modales impecables habían cautivado a todos los presentes, desde socios de negocios hasta esposas de empresarios influyentes. Estrechaba manos, ofrecía cumplidos y reía en los momentos adecuados de manera simpática y amable. Para todos los que lo conocían en el ámbito público, Nikolay era un hombre fraternal, un modelo de éxito y sofisticación. Pero en casa... en casa, todo era diferente.

El coche se detuvo frente a la entrada. Mi madre, Esther, miró hacia la puerta de la mansión con los ojos vacíos. Sabía lo que venía. Yo también lo sabía. Dimitri, mi hermano menor, estaba dormido a mi lado en el asiento trasero, ajeno a la tormenta que se desataba en la parte delantera del coche.

—¿Te estás acostando con él, Esther? —La voz de mi padre era un susurro peligroso mientras apagaba el motor. Sus manos se apretaban sobre el volante, los nudillos
blancos—. No soy estúpido.

—Nikolay, por favor... —mi madre intentó calmarlo, su voz temblando levemente—. Solo estaba conviviendo, nada más, llevando a cabo mi papel.

—¿Conviviendo? —replicó, su tono más agudo. La palabra fue escupida como si fuera veneno—. Todo lo que tienes te lo he dado yo, maldita zorra. ¿Y te atreves a hablar con otros hombres cómo si no tuvieras un marido?

No esperó respuesta. Salió del coche y rodeó el vehículo con pasos firmes. La puerta del lado de mi madre se abrió de golpe, y la jaló hacia afuera. Mi corazón se aceleró. Sabía lo que venía después.

—Víktor, despierta a tu hermano y sube a tu habitación —ordenó mi madre, tratando de mantener la calma mientras era arrastrada hacia la entrada.

Obedecí, no había otra opción. Sacudí suavemente a Dimitri para despertarlo y lo ayudé a bajar del coche. Él protestó, frotándose los ojos somnolientos, pero no entendía lo que estaba ocurriendo. Me apresuré a llevarlo arriba, directo a su cama.

—¿Qué pasa, Vik? —preguntó Dimitri, su voz llena de confusión infantil.

—Nada, Dima —le mentí—. Solo duerme, ¿vale? Mañana será un nuevo día. Te enseñaré a nadar, ¿te acuerdas? Como te lo prometí.

Lo arropé y asintió. Esperé a que cerrara los ojos antes de salir silenciosamente de su habitación. En lugar de irme a la mía, me dirigí hacia la escalera principal. Me senté en el último peldaño, lo suficientemente cerca como para escuchar, pero lo bastante lejos como para no ser visto.

Mis padres ya estaban adentro. La discusión había subido de tono. Mi padre estaba furioso, sus palabras se volvían cada vez más crueles, llenas de celos infundados.

—¿Te divierte, Esther? —espetó Nikolay—. ¿Te gusta que te miren como si fueras una cualquiera? ¿Qué murmuren a mis espaldas? A mí, al hombre que te ha dado todo. Nikolay  Arlov, siendo humillado así ante esos  norteamericanos estúpidos.

—¡No es así! —gritó mi madre, tratando de defenderse—. Mauris es solo un amigo. ¡Es solo un amigo! ¡Ustedes son socios! Yo… jamás…

—¡No me importa lo que era!
—bramó él—. ¡Ahora es solo otro perro que quiere lo que es mío!

El sonido de una bofetada resonó por la casa. Me estremecí. Quería intervenir, quería hacer algo, pero sabía que no podía. No con solo trece años. No con un monstruo como él. No cuando también le tenía miedo.

Los gritos continuaron. Mi madre intentó mantener la compostura, pero la rabia de mi padre era incontrolable. Lo siguiente que oí fue un ruido sordo, seguido de un grito sofocado. Me deslicé más cerca de la barandilla para ver qué ocurría.

Mi padre la estaba arrastrando por el cabello hacia su despacho. Vi cómo la puerta se cerraba de golpe detrás de ellos, el sonido retumbando en mis oídos. Quise correr, hacer algo, pero mis piernas estaban pegadas al suelo, congeladas por el miedo y la impotencia.

Los minutos pasaron como horas. Los gritos y los ruidos violentos que salían del despacho eran inconfundibles. Mi madre pedía piedad, pero él no se detenía. Quería cerrar los ojos, taparme los oídos, pero no podía. Estaba atrapado en esa pesadilla, incapaz de escapar.

Finalmente, todo quedó en silencio. El despacho permaneció cerrado, y el miedo se instaló en mi pecho, apretando mis pulmones. Escuché pasos, pesados y lentos, acercándose a la puerta. Nikolay salió del despacho con la camisa desarreglada, su cabello hecho un lío, y el cierre de su pantalón abierto. Llevaba una botella de whisky en la mano, el cristal brillando bajo la tenue luz del pasillo. Pasó junto a mí sin siquiera voltear la cabeza, ignorando mi presencia como si no existiera.

El miedo se convirtió en odio, un odio tan profundo que apenas podía contenerlo. Quise gritar, correr hacia él y golpearlo, pero me quedé allí, paralizado, mientras lo veía subir las escaleras hacia su habitación, llevándose consigo su monstruosa presencia.

Esperé unos minutos más antes de atreverme a acercarme al despacho. La puerta estaba entreabierta. Empujé suavemente, el corazón latiéndome en los oídos. Mi madre estaba en el suelo, su hermoso vestido de gala rasgado, su cabello, que había estado perfectamente peinado, ahora caía en desorden alrededor de su rostro.

—Mamá... —susurré, mi voz temblando.

Ella levantó la cabeza lentamente, sus ojos se encontraron con los míos, y vi el dolor en ellos, pero también vi algo más. Resignación. Se enderezó como pudo, apoyándose en un mueble para ponerse de pie. Intentó sonreírme, pero la sonrisa no llegó a sus ojos.

—Víktor, cariño —dijo con una voz
rota—. No debiste ver esto. Sube a tu habitación, por favor.

No me moví, mis pies parecían pegados al suelo.

—¡Víktor! —repitió, esta vez con más firmeza—. Vete. Ahora.

Obedecí, no por miedo, sino porque sabía que no había nada que pudiera hacer para ayudarla. Subí a mi habitación, cerré la puerta tras de mí, y me dejé caer en la cama. Las lágrimas querían salir, pero no se lo permití. Me obligué a no llorar, a no sentir. Era lo único que podía hacer para protegerme de la oscuridad que nos rodeaba.

—Los hombres no lloran…

A la mañana siguiente, la escena en la mesa del desayuno fue una repetición de tantas otras. Mi madre ya estaba allí, con su maquillaje cuidadosamente aplicado para ocultar los moretones. Dimitri comía su cereal sin notar nada extraño, mientras yo permanecía en silencio, observando cada detalle.

Nikolay bajó silbando, su rostro iluminado con una sonrisa que nadie en la casa creía. Se acercó a mi madre, le plantó un beso en la mejilla y murmuró su disculpa habitual.

—Perdón, no volverá a pasar —dijo, como siempre, antes de sentarse en la cabecera de la mesa y desdoblar su periódico—. Ah, qué hermosa mañana, ¿no es así, Viktor? Nada como un buen desayuno para comenzar el día con el pie derecho.

—Sí, papá…

—Sabes, Vik, la vida es como un juego de ajedrez. Cada movimiento debe ser calculado. Pero al final del día, siempre es el rey quien domina el tablero. ¿Verdad, hijo? —dijo con una ancha sonrisa de condescendencia, sin apartar la vista del periódico.

—Sí, papá.

Asentí sin poder levantar la cabeza del plato, mi voz baja pero firme.

—Buen chico —dijo con una sonrisa, mientras dejaba el periódico a un lado y tomaba un sorbo de café—. Ahora, come bien, que tienes mucho que aprender hoy. La vida te enseñará que no puedes confiar en nadie, ni siquiera en aquellos que dicen amarte. Pero eso ya lo entenderás con el tiempo.

Todo parecía volver a la normalidad. Una normalidad rota, disfrazada de perfección. Y yo, sentado en mi silla, supe que no había escapatoria. Esta era mi vida, y algún día, me convertiría en alguien que tendría que aprender a vivir con esa misma oscuridad dentro de mí.

Bajo la superficie del CEO [Libro #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora