PREFACIO

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Desde que tengo memoria, siempre he sentido una atracción irrefrenable por lo que otros llamarían "fantasías". De niña, mientras los demás corrían tras sueños más terrenales, yo prefería perderme en cuentos que me parecían más reales que el mundo en el que vivía. Mi abuela, con su voz pausada y grave, solía contarme sobre criaturas que habitaban bajo las olas, sobre dioses olvidados y ciudades sumergidas. Mi favorita, por supuesto, siempre fue La Atlántida, la brillante y enigmática ciudad oculta en lo profundo del mar, más allá del alcance de los hombres. Para mí, La Atlántida no era solo un mito. Era un hecho. Uno que, de alguna forma, estaba esperando ser encontrado.

Cuando los demás niños querían ser astronautas, yo soñaba con ser buceadora, exploradora de ruinas marinas. El mar, inmenso y desconocido, me llamaba de una manera inexplicable. Mis padres decían que eran solo historias para mantenerme entretenida, que La Atlántida no existía, que ningún mundo bajo las aguas podría ser real. Pero yo sabía que se equivocaban. Siempre lo supe.

Años después, esa obsesión infantil me llevó a convertirme en arqueóloga. Mientras mis colegas se concentraban en las ruinas sobre la tierra, yo seguía excavando bajo el mar, convencida de que en algún lugar, en algún recóndito rincón del Mediterráneo, estaba la prueba de que todo lo que había imaginado de niña era real. La búsqueda de La Atlántida nunca fue solo una carrera para mí; se había convertido en mi vida entera. Lo que para otros era un pasatiempo o un mito romántico, para mí era un misterio latente, esperando ser resuelto. Y cuanto más cavaba, más profundo caía en ese abismo. Aunque La Atlántida siempre parecía esquiva, esa certeza nunca se apagó en mí. Siendo realista, me daba cuenta de que la mayoría me miraba como una soñadora desesperada, pero no podían ver lo que yo veía.

—¿Otra vez con lo mismo, Elena? —Martín, mi compañero en la universidad, me observa por encima de sus gafas, con esa sonrisa cargada de paciencia que me irrita hasta los huesos.

Apenas lo miro, sigo repasando los fragmentos del mapa antiguo que tengo enfrente. Llevo horas observando las líneas borrosas, las marcas en tinta descolorida, pero algo dentro de mí me asegura que estoy cerca. Demasiado cerca.

—Claro, porque buscar tumbas saqueadas es mucho más emocionante, ¿verdad? —murmuro sin apartar los ojos de la mesa. Escucho cómo suspira y lo imagino encogiéndose de hombros, resignado a mis locuras, como siempre lo hace.

—No es que no crea que pueda ser interesante —insiste, aunque su tono casi me hace reír—. Pero llevas años con esto. Y lo único que has encontrado son historias viejas.

—Claro, historias viejas —respondo en un susurro, apretando el bolígrafo entre los dedos hasta que el plástico parece ceder. Trato de ignorarlo, como si no me importara. Pero me importa. Lo peor de todo es que él ni siquiera se lo toma en serio. ¿Por qué lo haría? Para él, La Atlántida es solo una quimera.

Mis manos, sin embargo, tiemblan ligeramente. Miro el pergamino una vez más. Las marcas que había estado siguiendo durante semanas parecen señalar algo. Un punto en medio del Mediterráneo. Algo que los demás pasaron por alto. La Atlántida.

Martín se marcha, dejándome a solas en el laboratorio. El silencio es opresivo. El sonido de mi propia respiración llena la habitación vacía, mientras examino el pergamino una vez más. Algo me dice que esto es diferente, pero no quiero emocionarme demasiado. Me niego a creer que todo se pueda reducir a "una corazonada". Llevo años trabajando con hechos, con pruebas, y he aprendido a no dejarme llevar por simples intuiciones. Sin embargo, esta vez... hay algo.

Y entonces lo encuentro.

En una expedición a las costas de Creta, hace apenas unos meses, encontré lo que parecía ser un objeto fuera de lugar. Un códice tallado en piedra marina, cubierto por una capa fina de algas, oculto bajo un naufragio antiguo. Apenas se distinguían las marcas grabadas, pero las pocas que logré ver parecían contar una historia más profunda, más antigua que cualquier cosa que hubiera imaginado.

Pasé semanas sumergida en el proceso de descifrarlo. Cada día me sumía en las inscripciones, buscando algún patrón, alguna pista que me llevara más cerca de lo que siempre había soñado. Y cuando lo entendí, tuve que sentarme. Respirar. Estaba escrito en un idioma casi olvidado, pero lo suficiente familiar como para identificarlo. La palabra "sirena" apareció en el texto. La primera vez, creí haber cometido un error en la traducción. Pero no. Ahí estaba, clara como el agua en la que fue hallado. Las sirenas, según el códice, eran más que criaturas mitológicas. Eran reales, guardianas de algo mucho más grande. Guardianas de La Atlántida.

Mis ojos repasaron el texto una y otra vez, incapaces de comprender por completo lo que estaba leyendo. Todo lo que había conocido, todo lo que había aprendido hasta entonces, se tambaleaba. El códice hablaba de una sirena en particular, una guardiana llamada Seraphina, cuya existencia parecía estar vinculada a la caída de La Atlántida. Según el texto, ella no solo había sido testigo del fin del continente, sino que había jugado un papel crucial en su destino. Las palabras bailaban frente a mis ojos, pero no lograba procesarlas del todo. ¿Sirenas? ¿Atlántida? ¿Podía todo esto ser cierto?

Me incliné hacia atrás en la silla, mirando el códice como si fuera a desaparecer en cualquier momento. Sentía como si el aire de la habitación se hubiera vuelto denso, casi imposible de respirar. ¿Cómo era posible que una criatura mitológica hubiera estado tan intrínsecamente ligada a uno de los mayores misterios de la historia? Incluso para mí, era difícil de aceptar. Y sin embargo, ahí estaban las palabras, grabadas en piedra, desafiando todo lo que creía saber.

—Esto no puede estar pasando —murmuro, en un intento fallido por tranquilizarme. Siento un nudo en el estómago que se aprieta con cada segundo que pasa. Las manos me tiemblan y el sudor frío me cubre la frente. Pero no puedo apartar la vista de ese nombre: Seraphina.

Por un instante, me quedo completamente inmóvil, esperando que todo esto sea un error. Que al revisar el códice mañana, bajo una nueva luz, descubra que me he equivocado. Pero sé que no es así. Lo sé en lo más profundo de mi ser. Algo en este hallazgo me llama de una forma que nunca antes había experimentado.

Cierro los ojos, tratando de despejar la mente. Pero cuando los abro de nuevo, la idea sigue ahí. El códice menciona una ubicación: una gruta en lo más profundo del Mediterráneo, un lugar que aparentemente ha estado oculto durante siglos. Según el texto, esta cueva es el hogar de las sirenas, o lo fue alguna vez.

Siento que mi corazón late con fuerza en mi pecho. La sensación es extraña, una mezcla de miedo y emoción. Algo me dice que si voy a esa gruta, encontraré lo que he estado buscando durante toda mi vida. Pero otra parte de mí, la más racional, me advierte que esto podría no terminar bien. Sin embargo, las advertencias no tienen poder sobre mí en este momento.

Debo ir. Debo ver con mis propios ojos lo que hay allí.

Me inclino hacia el códice una vez más y repaso las inscripciones. Ya no hay vuelta atrás.

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SIRENAS: El legado perdido de La Atlántida. | [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora