Manticora - El guardián del fuego

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El crepitar de las llamas iluminaba la tienda de campaña donde Katsuki Bakugou, príncipe heredero del reino, estudiaba con detalle el mapa de la región montañosa. Llevaban meses luchando en las fronteras contra una fuerza oscura que devoraba todo a su paso. Ni los mejores soldados ni los más sabios consejeros habían podido detener el avance del enemigo. A regañadientes, el rey y la reina enviaron a Katsuki a una misión desesperada: encontrar el legendario tesoro del Guardián del Fuego, una criatura mítica que, según las leyendas, podía detener cualquier amenaza que amenazara al reino.

Katsuki, con su temperamento feroz y su determinación de hierro, no estaba dispuesto a fallar. Aunque no creía del todo en cuentos de hadas, sabía que no podía regresar sin algo que pudiera salvar a su gente. Sus padres lo habían presionado con la importancia de la misión, y no aceptaría volver con las manos vacías.

La tienda se sacudió ligeramente con el viento de la montaña, y Katsuki frunció el ceño mientras enrollaba el mapa. Fuera, los soldados estaban preparando el campamento para la noche, pero él prefería partir de inmediato. No podía permitirse perder tiempo.

Justo cuando se disponía a salir, uno de sus acompañantes entró apresuradamente.

—Alteza, hemos encontrado una cueva cercana. Podría ser el lugar que buscamos —dijo el joven, con nerviosismo evidente en su voz.

—¿Y qué esperan? —gruñó Katsuki—. ¡Llévame allí!

Sin perder tiempo, Katsuki salió de la tienda y se dirigió hacia la cueva, acompañado solo por unos pocos soldados leales. El resto del campamento quedaría atrás, esperando su regreso.

El aire frío de la montaña les cortaba la piel a medida que subían por el sendero rocoso. Katsuki caminaba con pasos decididos, sin mostrar ninguna señal de duda o cansancio. Aunque los soldados a su alrededor murmuraban acerca de los peligros que las leyendas mencionaban sobre la criatura que custodiaba la cueva, Katsuki no estaba dispuesto a creer en cuentos hasta que viera algo con sus propios ojos.

Llegaron a la entrada de la cueva al anochecer. Era oscura y enorme, como una boca abierta en la montaña, emitiendo un ligero zumbido que Katsuki interpretó como el viento, aunque algo en su interior le decía que no era solo eso.

—Quédense aquí —ordenó Katsuki, deteniéndose un momento para mirar a sus soldados—. Yo me encargaré de esto.

Los soldados intercambiaron miradas preocupadas, pero sabían que era inútil intentar detener al príncipe. Katsuki caminó hacia la cueva, con su espada desenvainada y los sentidos alerta.

El interior de la cueva era húmedo y silencioso, excepto por el eco de sus propios pasos resonando en las paredes. Mientras avanzaba, Katsuki notó que el aire se volvía más pesado, cargado de una energía extraña, casi mágica. El calor aumentaba, algo que no tenía sentido en una montaña nevada, y en el fondo de la cueva comenzó a ver una luz tenue, anaranjada, que se movía como si fueran llamas danzando.

A medida que se acercaba, la cueva se abrió en una cámara enorme. Allí, en el centro, había una criatura imponente, una manticora. Su cuerpo era tan grande como una casa, con la cabeza de un león, alas de murciélago y una cola de escorpión que se agitaba nerviosamente en el aire. Pero lo que más impresionaba a Katsuki no era el tamaño ni la apariencia de la criatura, sino sus ojos, que brillaban con una inteligencia casi humana.

Frente a la manticora, de pie, con una tranquilidad sorprendente, estaba un joven que Katsuki reconoció al instante: Izuku Midoriya, un joven hechicero que había vivido en las tierras del reino pero que había desaparecido meses atrás. Su presencia allí, en la guarida de la bestia, era tan desconcertante como fascinante.

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