35 Te tengo

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Rafael

La alcanzo en el estacionamiento justo cuando está por llegar a su auto. Sin decir palabra, la envuelvo en mis brazos. Su cuerpo tiembla, una mezcla de rabia y dolor que reconozco demasiado bien. La sostengo contra mi pecho, dejando que mi presencia le diga todo lo que las palabras no pueden en este momento.

Cuando siento que su respiración se estabiliza un poco, la guío suavemente hacia mi camioneta. No protesta cuando tomo sus llaves y las guardo en mi bolsillo - después volveremos por su auto. Ahora mismo, lo único que importa es sacarla de aquí.

El camino a casa transcurre en un silencio denso. De reojo, observo cómo sus manos se crispan sobre su falda, sus nudillos blancos por la tensión. Quiero decir algo, cualquier cosa que pueda aliviar aunque sea un poco el peso que lleva encima, pero sé que ahora mismo, las palabras sobran.

En casa, la transformación comienza. Los tacones caen al suelo con un ruido sordo - mi María ordenada y meticulosa, dejando un rastro de caos a su paso. La sigo con la mirada, sintiendo una opresión en el pecho al ver cómo se mueve, como un animal herido buscando escape.

Cuando se lanza al agua, completamente vestida, siento que mi corazón se detiene por un segundo. La veo cortar el agua con brazadas furiosas, su cuerpo moviéndose como si quisiera castigarse a sí misma. Una vuelta, dos, tres, cuatro... cada movimiento cargado de una rabia que me duele físicamente presenciar.

Finalmente se detiene en una orilla, sus brazos flexionados sobre el borde, escondiendo su rostro, mientras lucha por estabilizar su respiración. Su postura es la viva imagen de la derrota, y algo dentro de mí se rompe al verla así.

Mi María, mi fiera que siempre tiene una respuesta mordaz, un comentario sarcástico, ahora parece tan pequeña, tan vulnerable. La imagen me golpea como un puñetazo en el estómago.

Sin pensarlo dos veces, me meto a la alberca con ella, ropa y zapatos incluidos. Me acerco por detrás y la envuelvo en mis brazos, pegando su espalda a mi pecho.

—Estoy aquí —susurro contra su pelo mojado, mi voz más ronca de lo que esperaba.

Sus manos encuentran las mías bajo el agua, sus dedos entrelazándose con los míos como si fueran un salvavidas. No dice nada, pero siento cómo se recarga contra mi pecho, abandonando por fin esa coraza de fuerza que ha mantenido todo el día.

El agua ondula suavemente a nuestro alrededor, llevándose poco a poco la rigidez de su cuerpo. Siento cada temblor, cada respiración entrecortada, cada sollozo silencioso que intenta contener. La sostengo más fuerte, deseando poder absorber su dolor, su rabia, su impotencia.

<<Te tengo, amor... te tengo>>

El sol de la tarde nos baña en una luz dorada, creando destellos en el agua que nos rodea. Es un momento de paz en medio del caos, un paréntesis en esta pesadilla que estamos viviendo. La sostengo contra mí, siendo su ancla, su refugio, mientras ella finalmente se permite ser vulnerable.

Los minutos pasan mientras nos mecemos suavemente en el agua. Su respiración, antes agitada, comienza a sincronizarse con la mía. Siento cómo la tensión abandona su cuerpo gradualmente, como si el agua se llevara capa tras capa de rabia y frustración.

De repente, María gira en mis brazos, enterrando su rostro en mi cuello. Sus manos se aferran a mi camisa empapada, y finalmente, después de todo el día conteniendo las lágrimas, se permite llorar. No es el llanto silencioso y digno de una damisela en apuros. Este es un llanto crudo, visceral, que sacude todo su cuerpo.

—Los odio... —su voz sale entrecortada contra mi piel— los odio tanto...

La abrazo más fuerte, una mano en su espalda, la otra enredada en su pelo mojado. No digo nada, porque ¿qué palabras pueden consolar esta injusticia? Solo la sostengo mientras la tormenta pasa a través de ella.

Más Allá del Juego ... Las reglas cambianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora