¿NO DEBERÍA SER YO EL QUE HAGA ESO?

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Hace unos días notaba que Mia estaba tramando algo, aunque no decía nada. Entre sus idas y venidas y esas miradas que me lanzaba como si escondiera un secreto, sabía que algo se cocía. Hoy, al volver a casa de sus padres, la pillé subiendo al piso de arriba, directa a su antigua habitación.

Cuando entré tras ella, casi me quedo sin palabras. Llevaba puesto un vestido que le quedaba de maravilla, ceñido en los sitios justos y dejando entrever esas curvas que, sinceramente, me vuelven loco.

—Vaya, pequeña, estás preciosa —le solté, sin poder quitarle los ojos de encima.

Me sonrió, se acercó para darme un beso, y con esa manera suya de mandar que me encanta, me dijo:

—Encima de la cama tienes ropa para que te cambies.

Y así, como si nada, salió de la habitación dejando detrás a un servidor más sorprendido que otra cosa. Decidí seguirle el juego y bajé cuando terminé de cambiarme. Ella estaba en el salón, junto a su madre, Alexander y nuestra pequeña Ibiza, que no parecía tener ni un ápice de sueño.

—No quiere dormir, ¿eh? —preguntó Mia, divertida.

—No, está más entretenida jugando con los dedos de su abuelo —respondió su madre, mientras lanzaba un cumplido directo a Mia—. Estás muy guapa, cariño, pero deberías ponerte unos tacones.

Reprimí una sonrisa mientras Mia rebatía.

—Desde casi el principio del embarazo, cuando los usaba, me dolía la espalda. Tendré que practicar más... El otro día me puse unos y casi me caigo de boca —dijo entre risas.

Me acerqué por detrás y la abracé, dejando un beso en su cuello. Su perfume, la suavidad de su piel... Esa mujer siempre consigue que me pierda en un instante.

—Así que has perdido práctica con los tacones, ¿eh? —dije, sonriendo contra su cuello.

—Eso parece... —respondió, girándose para mirarme con esa mezcla de ternura y picardía que me tiene siempre en sus manos—. ¿Nos vamos? —preguntó, disimulando lo que, estoy seguro, era un intento de contener su propio desliz.

—Sí, pero... ¿dónde nos vamos? —pregunté, intrigado.

—Eso es cosa mía —respondió, sin querer soltar prenda.

—¿Y Ibiza? —añadí, señalando hacia nuestra niña.

—Ella se quedará aquí un rato más. Luego venimos a por ella —me aclaró, tranquila.

Cuando salimos fuera, la sorpresa fue ver su Lexus aparcado delante de la puerta. No pude evitar soltar una carcajada al verla tan contenta junto a su coche.

—Al final voy a pensar que quieres más a este coche que a mí —dije, medio en broma, aunque disfrutaba viendo lo feliz que estaba.

Subimos al Lexus, pero ahora la curiosidad estaba matándome. ¿Qué estaría planeando mi pequeña? Con Mia, la respuesta siempre merece la pena. 

Mia conducía con esa calma suya que parece que tiene todo bajo control, mientras yo intentaba descifrar qué demonios estaba tramando. Las calles de Sídney iban quedando atrás hasta que finalmente aparcó delante de un restaurante elegante. Apagué la radio justo cuando Mia soltó:

—Espera un momento.

Me quedé sentado, observando cómo bajaba del coche. Dio la vuelta con paso decidido, como si fuera la reina de Inglaterra o algo así, y se paró junto a mi puerta. La abrió con toda la ceremonia del mundo y, para rematar la jugada, extendió su mano hacia mí. No pude contenerme y rompí a reír.

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