Capítulo 7

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M: León Larregui - Locos. 



Ana bajó del auto y se dirigió al ascensor en el edificio de la revista, que se hallaba ubicado en alguna parte de la ciudad de Guadalajara. El guardia en la entrada la saludó calurosamente en cuanto pudo verla; e, igual a otros varios empleados, se lo veía extrañado: el que Ana estuviera allí aún con la muerte de Emilio tan reciente le sacó un gesto de confusión a más de uno. Pero nadie hizo mención de ello.

Ella, fuerte y entera de nuevo, presionó el botón con el número de su piso, en el ascensor, y se limitó a que éste la llevara a su destino. Cuando estaba a punto de llegar dio un gran suspiro, mientras cerraba los ojos con fuerza: porque fuerza era lo que necesitaba.

Quince días habían pasado desde el sepelio. Quince días devastadores en los que no había querido salir, comer o hablar. Días que se habían convertido en años y horas; minutos agrios y lentos, segundos que tardaban más de lo usual en transcurrir. Días que usó como camuflaje para no mostrar su enojo con el mundo. Para fingir que podía sola, cuando, en realidad, se estaba derrumbando por dentro.

Su más grande sorpresa se le había llevado con su cuñado, que, gracias a su forma de actuar frente a la tragedia, le había dado, sin pensarlo, un par de motivos para levantarse de la cama. Aquello no había sido gracias a una palabra de aliento o a una disculpa, mucho menos un abrazo; sino por el estoicismo que llevaba consigo a todos lados. César parecía no llevar luto encima, y la manera en la que se movía la hacía sentir avergonzada de sí misma.

De pronto, un día hacía un par de noches, se había dado cuenta de que no tenía ganas de verlo y, aunque no lo quisiera, había facciones en él que le resultaban familiares, y que se volvían una cosa intolerable de ver: por eso Ana estaba allí, dispuesta a trabajar con el mentón erguido y los ojos clavados en las muchas metas que le faltaban por cumplir.

Sus piernas se movieron rápido y se aseguró de no mirar a nadie con más atención. Allí sí que podía ignorar a todo el mundo; podía negarse a hablar y podía enojarse en silencio sin que ninguno pensara que estaba huyendo. Aunque fuese esto lo que intentaba hacer.

Apenas abrió la puerta en su despacho le pidió un informe a su asistente, pero la mirada, gélida e inmóvil, se detuvo frente a una imagen. Un portarretrato estaba colocado en su escritorio, de ella y Emilio hacía unos años. Y lo miró, con sus ojos grises tan raros, tan hermosos, tan confiados. Su figura, la que no vería otra vez.

Tomó el cuadro y deglutió saliva. Pero luego, sin meditarlo realmente, lo guardó en un cajón fuera de su vista, para que no dañara más de lo que ya lo hacía.




A pesar de que César no conocía muy a fondo la publicidad, las revistas, y esas cosas, sí estaba familiarizado con los escándalos monetarios en el mundo, que era en lo que se especializaba Réflex. Gracias a Lucía, ahora sabía en qué cosas se había movido su hermano y cómo era que habían alcanzado el éxito en un lapso de diez años. También, por necesidad, había hecho que Raúl dejara los bienes raíces, al menos mientras se encontraban allí.

En el fondo, todo lo que quería era terminar los trámites para que Ana fuera la legítima dueña de todo. Terminado eso, él podía volver a Madrid a degustar el sentimiento de culpabilidad que llevaba empujándose hacia el esófago todos los días.

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