Capítulo 37

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M: Keane - This is the last time.



Lo dicho, dicho está y eso era algo que César sabía a la perfección, y en ese instante, con cada una de sus energías, juraba que daría todo cuanto tenía para remediar al menos una de sus palabras. Solo con el fin de que Ana entendiese bien el objeto de la prueba. Pero pensaba, también, que no había justificación alguna.

El bebé era suyo, no le cabía la menor duda. Ana era su mujer y el fantasma que amenazaba sus vidas ya no era Emilio. No obstante, el Marqués tenía muy presente que tal vez todo estaba perdido en su relación. Que quizá no podría volver sobre sus pasos y enmendar el error, cuya cúspide era su marcha, dejando atrás a Analey sin darle una explicación a causa de lo que planeaba hacer.

Al entrar en la casa lo primero en lo que tomó aprecio fue el silencio. La cortina de misterio que no lo agradó para nada. Observó de lado a lado en el vestíbulo, luego en la antesala, donde se extendían dos pasillos enormes. También vio en la cocina y encontró a Lulú sentada, con semblante preocupado y un par de ojeras prominentes.

—¿Qué sucede? —preguntó.

Las cejas en el rostro de César se fruncieron. Deglutió saliva con dificultad porque para ese momento estaba suponiendo cosas malas. La mujer tenía las manos unidas en un nudo junto a su boca y le miraba detenidamente.

—Antes de que pienses en hacer cualquier cosa, niño —le dijo—, acuérdate un poco de cómo eras antaño a la pérdida de tus padres, luego pregúntate, ¿estás dispuesto a que un hijo tuyo crezca en una familia separada?

Lulú se puso de pie y caminó hacia el fregador. Aquel hombre no sabía qué responder. Se había quedado sin objeciones, le ganaba la situación y comenzaba a consumirlo la culpa. Mantuvo la vista fija en los vitros del suelo, en la cocina bien acomodada y las luces del fondo, en el pasillo que daba paso al living.

Claro que tenía en mente a ese César joven, vivaz, capaz de sonreír; el mismo que era cuando estaba con Ana. Con ella y con nadie más recuperaba todo cuanto había perdido alguna vez.

—Ana está en el hospital.

Creyó escuchar. Creyó que mentía. Pero era la realidad, lo sabía muy en el fondo, cuando la negación se hacía a un lado.

—¿Qué?

La mujer negó con la cabeza y él no lo pensó más. Se dio la vuelta y salió de la casa tan rápido como sus pies le permitieron trotar hasta el auto; Lulú había tenido que alcanzarlo en la verja para decirle cuál era la clínica, mientras que él le indicaba al chofer que iría solo, pero a medio camino comenzó a creer que había sido un error. Las manos, en el volante, le estaban sudando, añadiéndole también el hecho de que al presionar los pedales indicados sintió que cada pierna temblaba.

Era su completa culpa. Ella estaba ahí a causa de él y sus maneras ridículas de hacerla entrar en razón. Porque, ¿de qué otra forma podría haberse desintoxicado? Solo sabiendo que él no le era del todo indispensable, que al fin de cuentas, si él no estaba, ella podía seguir viviendo, tan plena como siempre. Desconocía hasta qué punto había estado en lo correcto.

En ese instante descubrió que no se podía amar incondicionalmente. Que los obstáculos se hacían más pesados cuando unidos eran todo, pero separados, alejados y contritos, se volvían vulnerables y se quedaban a la merced de las tragedias; disponibles para que les hicieran año y perdiendo las esperanzas con cada minuto que la espera por vivir uno al lado de la otra fuera menos corta.

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