Capítulo 36

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M: Wet - Weak





A esa distancia, veía perfectamente el ligero temblor de su mano. Samuel le observaba con aire confuso mientras César, sin parpadear, miraba el teléfono como si tuviese al frente al mismísimo Lucifer. Los tonos de la línea seguían remitiendo, el aire se le agotaba en los pulmones, pero sentía que si respiraba, que si soltaba esa carga enorme que llevaba en el pecho, no podría contenerse.

Se puso de pie sin pensarlo dos veces y comenzó a caminar hacia la puerta. Al avanzar iba abrochándose el chaleco y también se acomodó el cuello de la camisa.

—¿Qué pasó? —inquirió el detective, siguiéndolo por el pasillo.

Un par de empleadas los observaron. César se aproximó al hombre un poco y colocó su palma derecha en el hombro.

—Voy a regresar a México. Lucía se encarga de todo, llámame para lo que necesites. —Samuel enarcó una ceja y asintió.

Vio al Marqués entrar en la oficina aledaña, perteneciente a su asistente que ahora era directora de Alameda. Muy temprano se habían citado en la oficina, en Madrid daban casi las seis de la tarde, por lo que habían supuesto que encontrarían a Analey ingresando a la empresa. Según él, César necesitaba estar prevenido, tenía que estar amparado con una prueba de paternidad, porque dentro de sus conjeturas era probable que el delincuente dijese cualquier falacia con tal de perjudicarlos.

Imaginó que no había sido buena idea y se puso en los zapatos de la afectada; se sintió culpable, aunque no del todo. También había dejado a decisión de César decir sí o no, por lo que el peso no recaía solo en él. Supuso que su marcha se debía a eso, y optó por acatar las órdenes de su cliente.

Cuando entró en el elevador se dio cuenta de que sudaba frío y lo atribuyó a que esa situación rebasaba sus límites; mucho antes de que Medinaceli III tomara su título, él no se había enterado de altercados similares en la familia, y creyó que era producto del abandono, del rencor y cuando dejabas de procurar la estabilidad emocional.

Le palpitaban muchas ideas en la cabeza, tanto que percibía las pulsaciones de sus sienes. Suspiró antes de salir del elevador y dirigirse a su auto, donde probablemente se sentía más cómodo que en aquellas oficinas enormes.




Lucía escuchó la petición de su jefe con afinidad. Hubiera querido decir que esa idea siempre había sido la indicada, pero guardó silencio. Mientras César le firmaba unos documentos, ella contuvo las ganas de sonreír. Se lo veía excitado, como apurado por irse de Alameda, hacia México. Cosa que no podía evitar la alegrase.

A los minutos se encontraba detrás de su escritorio, contemplando la puerta por la que había salido el Marqués. Observó un instante el teléfono y el conmutador con sus números enmarcados, cuyos cuadritos brillaban en un color naranja volviéndose rojizos cuando entraba una llamada. Lucía se mordió un labio, el inferior y con la mano diestra mesó su cabello castaño.

Quería estar feliz, pero no podía, después de todo; un par de días atrás Raúl le había contado lo mal que se encontraba Ana y se preguntó a sí misma si ella perdonaría tal abandono por parte del hombre que creía era el de su vida: una conjetura banal y obsoleta para los tiempos en los que estaban. El siglo XX terminaría pronto, la modernización los alcanzaría y las relaciones, en las que entrarían muy probablemente los hijos que llegase a tener, serían totalmente distintas.

Inhaló un poco de aire y volvió la vista al poder que dejaba César en sus manos; le había concedido la lícita forma de actuar en su nombre frente al investigador privado, para poder retirarse sin pendientes, aunque lo hubiera resuelto como un mero impulso de su desespero. Tal vez, pensó Lucía, había algo más que lo instaba a regresar a aquel país donde yacían sus más profundos miedos.

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