Capítulo 19

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M: Dorian - Tormenta de arena. 





Observaba el monitor de su computadora; pero en realidad estaba pensando otras cosas ajenas al trabajo. Con ambas palmas se talló el rostro, exasperado, con un sentimiento rutilando en su pecho. Volvió la vista al correo, donde Maritza, la contadora de AlaBal, en México, le indicaba por cuánto tiempo se habían estado haciendo las transacciones ilícitas o que al menos, no figuraban en ningún libro como acopladas.

César supo que no era coincidencia el dinero que Daniela Fernández recibía cada mes, siendo una suma no tan fuerte, pero sí extraña. Recordó el informe de Samuel, y no pudo evitar sacar conclusiones: Emilio le pasaba un fondo para que pudiera atender bien al niño, aunque en sí, las circunstancias siempre habían sido las mismas: mediocres, a su ver.

Pocos días faltaban para la inauguración del nuevo brazo de la empresa; entre papeleos, contrataciones y pláticas con nuevos inversionistas, nunca había encontrado la oportunidad para contar a Analey la cruda verdad que permanecía entre sus secretos oscuros.

No quería mentirle, pero tampoco quería hacerla sufrir. Y una otra cosa, estaba seguro, desencadenaría en la otra.

Suspiró y se puso de pie, caminando hacia la enorme ventana con vista al parque St. James, más edificios institucionales y una que otra vista del lago artificial. A pesar de que su relación con Ana fuera por tan buen camino, César no estaba seguro de cuánto podía durarle esa felicidad. En realidad había olvidado cómo ser feliz. Incluso, se preguntaba en sus noches de insomnio qué de verdad sentía Ana por él.

Escuchó la puerta abrirse y se giró de inmediato, encontrándose de frente con una Ana refrescada, como si cien kilos se la hubieran quitado de encima. Torpemente, la halló en el camino y le dio un abrazo fuerte, rodeándola con sus brazos y apretando para sentir que de veras estaba ahí y que no era una artimaña de su imaginación. La olió, como hueles algo que quieres recordar para siempre.

—¿Qué sucede? —preguntó, preocupada.

Él acarició su mejilla, buscó con sus ojos en las facciones delicadas de ella, embriagándose, al mismo tiempo, de su aroma a jazmín. Un nudo de sentimientos se agolpó en su pecho, viajó hasta su garganta y se quedó ahí, a la espera de brotar con furia y dejarlo expuesto.

—Te quiero, Ana —susurró, colocando su boca a un lado de su oído.

Analey se percató de la forma suplicante en la que el Marqués había hablado; se estremeció bajo su toque, creyendo que podía ocurrir lo que desde días añoraba. Ella persistía en la idea de que eran adultos y podían tomar las decisiones necesarias para que su relación saliera a flote: siempre que tocaban el tema, César lo zanjaba guardando un doloroso silencio. La hacía pensar, cada que ocurría, que el futuro a su lado no le preocupaba.

Ana no podía dejar de creer que eso era lo que quería, dejando de lado todas y cada una de las ambiciones que antes había sucedido. Su vida se veía gris, si acaso pensaba en olvidarlo: porque no se puede olvidar lo que se incrusta en el alma como un pedazo más de ti misma.

La miró a los ojos por largos minutos, hasta que ella rompió el silencio con un beso, lo atrajo hasta sí, pensando que así lo haría tranquilizar; estaba segura de que, en un tiempo, César confiaría en ella al cien por ciento, sin dudar o temblar. Pero ahora, tenía que ser paciente, tenía que apoyarlo y darle un poco de lo que él mismo la regalaba.

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