M: Yuna - Lullabies.
Julián Casablanca había llegado a la ciudad dos días después de la llamada de Samuel. Por orden de César, Raúl se había puesto a su disposición y ninguno había parado en toda la semana. Ese día, impuesto para el último interrogatorio, Analey se limitaba a asentir a sus palabras, sin mirar a César, quien tenía los ojos colocados sobre ella todo el tiempo. Sin embargo, no estaba escuchando lo que decía, sino admirando su cuerpo, de pies a cabeza, aunque yacía sentada frente a él, a un lado de Marlene.
Los monosílabos eran cada vez más frecuentes, sobre todo los positivos; Julián hacía anotaciones y por minutos permanecía en silencio, como analizando la hojita donde tenía sus conclusiones. Raúl le veía con un poco de desconfianza. Dentro de sí, estaba seguro que algo malo surgiría. Para ese entonces, el español estaba consciente de cómo se resolvería el problema y se encontraba ávido a creer que el responsable de ese embrollo era quien menos esperaba.
—¿Entonces tenemos acceso a las cámaras? —preguntó el hombre de apariencia regia.
—Sí, hoy mismo me entregan los documentos —respondió Raúl mientras cruzaba una pierna sobre la otra.
—¿Cómo van a proseguir? —inquirió Marlene, captando al mismo tiempo la atención de César.
La única que parecía no tener ánimos de espetar nada era Analey, porque daba la impresión de tener piedras de molino atadas por el cuello. Muy temprano, por la mañana, César le había propuesto ese trato: que al menos arreglaran el problema, luego él se iría si ella así lo deseaba. Por su lado, Ana hubiera querido decirle que jamás le pediría eso, pero las palabras se la habían ahogado en el pecho, con una sensación parecida a la de su vértigo.
El miedo a las alturas, sin duda alguna, había sido por completo similar a aquel mes de infierno vivido. César había encontrado en ella una manera de aprender más. No obstante, como un punto a su favor, sabía que de no perdonarle de todos modos el mundo no se acababa allí. La vio disculparse, levantarse y salir del despacho. Cada uno de los presentes la observaron con dolor, excepto Julián, que por profesionalismo, estaba evitando verla con detenimiento.
Al encerrarse en la habitación, sintió que sus ideas se intrincaban. Se sentó en la cama con los brazos sobre el pecho y dejó que las lágrimas brotaran cuanto quisieran. No estaba al tanto de las intenciones, a ciencia cierta, de César, pero tenía miedo, aunque no se lo estuviera contando a nadie. Su pieza parecía un calabozo en ese mismo instante, solo que con más frío.
—Vamos a revisar las cintas de grabación y ver si los empleados reconocen el rostro —dijo Julián en respuesta hacia Marlene, poniéndole más atención de la debida—. De hecho, voy a necesitar que la señora misma trate al menos de reconocerlo. Servirá mucho a la hora de la denuncia oficial.
César sabía que el espurio era una de las cosas más probables en cuanto al proceso penal. En gente como ellos, los medios disfrutaban mucho de esos altercados: porque mientras más sufrieran el público más interesado estaba. Por un momento deseó salir del cuarto e ir a buscarla, pero recordó que dentro de los límites solicitados por ella estaba ese de que no se la acercara más de lo necesario.
Vio cómo Marlene se iba también y tuvo que tragar saliva con fuerza para no doblarse de dolor. Al principio había creído la reacción de Ana un poco infantil, guiada por el orgullo, pero al pensarlo mejor se daba cuenta que la suya había sido una mucho más grande. En su mundo, aun estando dentro de la misma casa, caminando por los mismos pasillos en la empresa y mirándose esporádicas veces, en esos días luego de que le dieran de alta, había comenzado a formarse un abismal espacio, forjado por la condena: mientras más se acercaban al culpable, más falible era su separación.

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Vértigo
RomansaAl morir Emilio, su hermano mayor César regresa a México luego de no haberle visto durante diez años. Lleno de culpa por nunca buscar una reconciliación con el difunto, accede a ayudar a su cuñada en el manejo de la empresa de la que su hermano era...