Capítulo 24

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M: Manuel Carrasco - Porque.




La luz del sol se filtró por en medio de las persianas y a César no le quedó de otra que abrir los ojos. Puso los pies en el suelo, desperezándose y bostezó. Hacía calor y al tiempo que miraba en su reloj de mesa, sonrió. Recordó la noche anterior, la cena que había tenido con Ana y su familia; nunca la había visto tan vibrante y despreocupada, sin ganas de controlar cada movimiento.

La reconciliación surgió a los días de que ellos volvieron de Londres, encontrándose con la sorpresa de que su padre quería felicitarla. Ana se mostró preocupada porque tenía entendido que el viejo no podía viajar, pero el señor Balbanera argumentó que no quería morir sin volver a verla. Las visitas de su hermano mayor eran frecuentes, se quedaba con ellos cuando estaba en la ciudad por algún negocio y hasta comían ellos dos solos.

Óscar, después de todo, no era tan pedante. Tenía los mismos ojos que Analey y algunos de sus ademanes eran bastante parecidos. Fueron en un principio la comidilla de la sociedad, la cual estaba al tanto de lo mal que funcionó todo con Emilio.

A la prensa le había bastado ese espacio de tiempo para dejar de molestar, sobre todo cuando notaron lo protector que se comportaba el Marqués por cualquier respecto a ella. Si la acosaba algún reportero, él se encargaba de que sus jefes lo pusieran en su lugar. Y así, poco a poco, habían cesado los asedios.

Ana se permitía de vez en cuando gozar de esa calidez de César; todavía no terminaba de acostumbrarse a dejar muchas cosas, que antes venía haciendo sola, en manos de su pareja. La agradaba pensar que esos detalles a él lo llenaban, por sus maneras conservadoras. Ya no estaba instalado en la casa grande ni dormía con ella allá; decía que tenían que guardar las apariencias, por su misma reputación.

Se mostraba divertida, pero siempre complaciéndose.

Solo llevaba puesto el pantalón de su pijama; la piel de César guardaba demasiado calor, por lo que estar fresco le costaba mucho. Se dio una ducha y se cambió en un tiempo determinado, enfundándose en un traje negro, delicado de lino, pero omitió la corbata. Se miró en el espejo y suspiró, sintiéndose nervioso y apurado por llegar a la oficina.

El chofer estacionó en la calle, donde él esperaba, paciente. Sin pensarlo, se acordó de la llamada que tenía pendiente con su contador, quien estaba insistente en que él se presentara para terminar la documentación sobre la nueva presidencia de Lucía. Tenía postergándolo cerca de seis meses, por una u otra cosa. No quería obligar a Ana para que subiera al avión de nuevo, pero tampoco quería alejarse de ella.

Le dio un beso en los labios apenas cuando se dejó caer en el sillón del auto a su lado. Ésas eran todas sus mañanas: pasaban gran parte del día en el trabajo, haciendo cosas de trabajo, excepto los fines de semana que aprovechaban para estar la mayor parte del tiempo juntos. Con los meses, Ana había terminado admirándolo más y más, observando cómo se desenvolvía con soltura en cualquier negocio que se lo pusiera en frente.

Miraba el engarce de su anillo emblemático; los diamantitos brillaban a contra luz en la montura y el escudo familiar se perdía entre los destellos.

—¿Dónde estás? —inquirió Ana, con curiosidad.

Él tomó su delgada mano y le besó los nudillos, tratando de que no notara lo inquieto que se sentía. Pensó en invitarla a cenar para informarle el viaje que pronto haría, pero de inmediato recordó que por dar el inicio del verano Allison estaba por llegar a casa, durante vacaciones.

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