Capítulo 35

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M: Jesse & Joy - Ecos de amor.





Marlene tenía razón. Varias veces le había recordado que sería madre pronto. Entonces encontró el que sería el peor error cometido en su vida: amar más a César que a sí misma. Lo que significaba dejar en segundo plano a su hijo, cuando una madre, según lo que había visto de la suya, sacrificaba todo por esos pequeños que se llevaban en el vientre durante nueve meses. No se reconocía y las palabras de César, sus preguntas, que más bien parecían reclamos, se repetían en su cabeza con un incesante tono de recriminación.

Se miró en el espejo antes de seguir cepillando su cabello largo, negro y brillante. Las pupilas lucían desgastadas, acuosas y cargadas de cansancio; seguía dando saltos en la cama cuando escuchaba sonar el teléfono, con la esperanza de que fuera César llamándola. Sin embargo, esa mañana al despertar se preguntó cuánto tiempo necesitaba él para asimilar lo sucedido.

Al principio creía que espacio era lo que les hacía falta, pero conforme pasaban los días y él no daba señales de vida, pensaba que había dejado de quererla. En consecuencia, también imaginó que jamás le había amado; que sus palabras habían sido tan ligeras que el viento las arrastraba con suma facilidad.

Dejó el cepillo gris a un lado, en su tocador y reprimió las ganas que tenía de volver a la cama. Se tocó la barriga, que todavía era insignificante. No podía ser tan cobarde. No con una vida dependiendo de la suya. El abismo que formaba sus ideas en ese momento no la dejaba concentrarse, esperaba una vaga resolución a esa aspereza, pero no creía en la magia y distaba mucho de aguardar un milagro.

Poco a poco dejó de premeditar el regreso de César: pues añoraba con estar en sus brazos y refugiarse en el calor que éstos, unidos a los latidos de su corazón, que oía cuando recargaba su oreja en el pecho del Marqués, proporcionaban. Deglutió saliva a punto de derramar un par de lágrimas, mas no lo hizo. Se contuvo y se acomodó la falda de tubo que llevaba puesta.

Mientras el chofer la conducía a la oficina había cerrado los ojos, esforzándose por controlar el dolor que acuciaba su cabeza. Se limitaba en las preguntas a Raúl que, por alguna extraña y desconocida razón, no había partido con su... pareja, la verdad era que no sabía cómo llamarle. No la agradaba el suspenso y con la muerte de Emilio había vivido la intriga suficiente.

Saludó por inercia y educación a los empleados de siempre, con un nuevo semblante en el rostro; sí, lo extrañaba. No, no se sentía fuerte, sino todo lo contrario. En su cuerpo recaían todas las peroratas que de joven le había dado su padre; ojalá hubiera escuchado sus consejos, pensó Ana. Deseaba llamarle mientras subía al elevador. Quería un par de brazos en los que refugiarse, de los que no tuviera que esperar nada, a los que no sintiera deberles algo.

Como sentía que le debía a César: con él estaban sus ganas de ser feliz, con él se iba la confianza que tenía en el amor.

No bastaba con saber que él sí la amaba. No. Ahora quería que quedase claro, que sus hechos fueran concisos. Que sus palabras fueran pocas y sus silencios abundantes; que en esos instantes, esas noches en las que compartían lo más profundo de sus seres, fueran perpetuos el uno para la otra. Que no existiera más vida y momento que ese.

Analey deseaba amar a César tan limpiamente como pudiera.

En su despacho, le pidió a Karina que le diera cualquier pendiente, esperando que así su mente se ocupara y dejase de traer suposiciones dolorosas. Imaginaba, torturándose, que al otro lado del mundo, en alguna parte de esa enorme empresa en la que nunca había puesto un pie, César conseguía aplastar sus pensamientos sobre ella, sustituyéndolos con rencor y repugnancia hacia lo que había visto en las fotografías.

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