Capítulo 15

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M: John Meyer ft. Katy Perry - Who you love.








           

El chofer le preguntó, de camino hacia el departamento que se les había asignado, si quería que fuera por el camino largo o el corto; Ana eligió el segundo a pesar de que el hombre le ofreció una vista del Waterloo y del Támesis. Porque lo que quería era hablar con César de frente, no estar en mitad de una ciudad grisácea y atestada de personas. 

Lucía se limitaba a observarla, muy apenada por su semblante. La curiosidad le quemaba el pecho, pero comprendió que cuestionar si se hallaba bien, hubiera sido una pregunta redundante ya que conocía a la perfección el motivo —el nombre— del ensimismamiento. Una sensación nostálgica se anidó en su estómago, cuando vio que Ana colocaba la frente en la parte fría del cristal, en la ventanilla. 

Mientras negaba con la cabeza y el auto se adentraba en un túnel congestionado de autos variopintos, la asistente de César comprendió que estaba oxidada en las cosas del amor; y, en el fondo, temerosa de poner esa cara de retraimiento, se dijo que quizás estaba mejor sin sufrir ningún riesgo. Porque allí mismo Ana, que era una mujer entera y sosegada, no parecía tener los cabales en su sitio.

Se arrellanó en su lugar y contempló la carretera al frente, para después cerrar los ojos y sumergirse en sus propios pensamientos.

Ana cerró los párpados, intentando, con cada fuerza que tenía su cuerpo, tragarse lo que sentía. Un beso, puesto desde otros ángulos, bien podía no significar nada: aunque para ella, la nada estaba difuminada por todo lo que ese tiempo, tras la muerte de Emilio, había comenzado a sentir. Y, aunque dolía, podía aceptar que el paso primeramente lo había adelantado por voluntad propia.

Por un breve instante, pensó en charlar con Lucía, porque quería desahogarse; quería contarle a alguien cómo se sintió al ver bajar a César del avión sin haber dicho una sola palabra. Nada. Ningún atisbo de compasión para ella, ni lástima que pudiera ayudarla. Era, su situación, como un laberinto eterno. 

Justo cuando creía que estaba por resolverlo, encontraba otro sendero que, aunque parecía más atractivo, era peligroso, angosto y lleno de espinas, adornado en los bordes por rosales, pero inmundo al final de todo. Incrédula de su infantilismo, chasqueó la lengua contra los dientes y apretó con una de sus manos su costado, por la cadera, pensando que un ligero dolor la tranquilizaría: como en los sueños pérfidos y angustiosos, pero sin tanto enredo.

Tardaron cerca de cuarenta minutos en rodear el centro, dejando atrás el área de la realeza que solía llamar la atención de los turistas: pero para ella, todo estaba en un estado inamovible, como si no estuviera vivo, como si el mismo mundo estuviera perdiendo el color tan bonito que siempre tenía. Sintió una mano sobre la suya, movió la cabeza y clavó su atención en los ojos ambarinos de Lucía, que sonreía tímidamente.

—Ya llegamos —le espetó la chica, recibiendo como respuesta una imitación de su gesto. 

Ana asintió y esperó a que el chofer abriera la puerta. Alzó la vista para ver con impresión el edificio que Karina se había encargado de elegir. Tendría quizás treinta pisos y se encontraba en una calle poco concurrida, pero elegante, de nombre Redcastle. La construcción estaba rodeada de otros edificios imponentes, adornado su exterior de forma deslumbrante, con vidrieras negras y canceles de aluminio.

Un hombre abrió la puerta, las guio hasta la recepción e indicando a otros empleados dónde llevaran el equipaje de ellas, las hizo subir en el ascensor.

Sin importar el lujo, la sombra de atención, Ana sentía que algo le faltaba, que su respiración no era normal.

—Es aquí —les indicó el empleado, yendo despacio tras ellas.

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