Capítulo 3

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M: Christina Perri - Jar of Hearts.





César se había convertido en su propio esclavo. Con el paso del tiempo, bajo sus términos, se había dado cuenta de que, estando ocupado en la oficina, no le quedaban salvo unos minutos para sentirse culpable. Luego de zanjar toda relación con su hermano, quien estaba dispuesto por aquellos días a llevarle la contraria, su casa era Madrid y no México.

La rutina diaria era un eterno vaivén de recuerdos; ni siquiera había vivido en la casa de sus padres porque era demasiado grande para él solo y también porque en los pasillos juraba que podía oler la calidez familiar que no merecía. El único con el que convivía fuera de su trabajo, que constaba de comprar empresas pequeñas que estuviesen en la quiebra, era Raúl, pero lo conocía lo suficiente como para saber que tenía ganado el mérito de confidente.

A veces se recluía a tan altas horas de la noche que solo Lucía, su asistente, se daba cuenta por la mañana de que apenas iba hacia su casa y no que había llegado temprano como suponían otros empleados. Solía decir que no era adicto al trabajo, mas sin pensarlo, acalambrado detrás de su escritorio, había aprendido a decir que no tenía otra modalidad de concebir la vida si no era luchando cada uno de sus días por todo eso que había heredado -en especial las obligaciones.

Emilio era mayor por ese entonces y había necesitado su fideicomiso para formar su futuro junto a su mujer; después de eso el trato entre ellos había disminuido tanto que ni el contador le podía decir cómo se encontraba o si su negocio había resultado. No le gustaba oír que le sugirieran una reconciliación a menos que fuese su íntimo amigo quien se adjudicara tal derecho, pero, mientras veía sus dedos delgados y el anillo de su padre en el anular izquierdo, César consideró por primera vez un cese al fuego.

No podía concentrarse por mucho que leyera el informe que Lucía acababa de entregarle; el encabezado decía algo acerca de un par de pérdidas, y no les tomó aprecio. Firmó la hoja al final, en una línea perfecta que mostraba debajo su nombre completo. Por un momento, intentó creer que su decisión no había sido errada, que enojarse con su hermano por casarse tan joven y con la hija de uno de los competidores más reacios de Alameda, la empresa de su familia, había sido lo que su padre también hubiera hecho.

Recordó que, tras haber roto con su última relación amorosa, César había relegado a Emilio a ser únicamente el hermano menor. Lo había dejado en ese sitio en el que la gente no sabe de la existencia de los problemas. Así que, en consecuencia, todo lo que sus hermanos menores sabían de él era que trabajaba y que sacaba adelante la empresa familiar.

Nunca les había dicho cuán humillado se había sentido tras la ruptura oficial de su noviazgo.

Suspiró, un aire de cansancio dibujado en sus facciones delgadas.

-¿Es todo? -le preguntó a Lucía.

-Un par más. -Era una mujer de cabello castaño y modales diligentes; usaba lentes con armazón cromado, resistentes a los golpes-. En un balance me hace falta la firma de Raúl, también.

César la observó un segundo, antes de sacudir la cabeza y pedirle, a través del teléfono, a otra de las secretarias que lo comunicara con el susodicho. La voz pastosa de Raúl no tardó en oírse del otro lado, mas oyó la de una mujer que seguro era la contadora. Le indicó que se le necesitaba allí y, sin esperar respuesta, colgó.

Lucía revisó su muñeca derecha, donde llevaba sujeto un reloj café, de pulsera. Eran casi las ocho de la mañana. Al tratar de ocultar la fatiga que había ceñido su cuerpo mientras terminaba la auditoría con su jefe, se fijó en los ademanes calóricos de César, que continuaba firmando cada hoja sin un ápice de atención. Pronto comprendió que, aunque presente, su jefe se encontraba a kilómetros de distancia, cruzando el atlántico para ser más exactos.

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