Capítulo 32

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M: María José ft. Motel - Solo el amor lastima así. 






Antes sus ojos se encontraban con ilusión. En el escozor del dolor de Ana y la furia que emanaba la presencia de César, el ambiente se había cargado de vicio casi en el mismo momento en el que me se miraron. La una no sabía qué decir y el otro solo quería que todo fuera una mentira. Se estaba preguntando, acaso, ¿él le había hecho eso?

La persona que tenía al frente no era su César. Tal vez habría creído que Marlene le dijera las cosas de forma errónea, pero su ceño fruncido, sus ojos acusadores y sus manos que, temblando, cargaban algo con los dedos le hicieron saber lo contrario. Parecía un alma en pena, de pie frente a ella, ahogando gritos de odio, enviando todo lo que los unía hasta el fondo.

Cuando ella se acercó, él fue sacando las fotos del sobre. Parpadeó un par de veces antes de extendérselas. Sin embargo, ella no las tomó. Se limitó a mirar la primera. Horrorizada, se cubrió con la mano derecha la boca, obligando un gemido de dolor a huir. Las lágrimas abundaron en su rostro segundos después. César asumió, que Ana ya sabía lo siguiente.

Ambos estaban mudos. Ella no encontraba cómo comenzar a explicar y él, él ya no sabía qué era lo que quería escuchar. Los labios de Ana se entreabrieron, pero terminaron de cerrarse otra vez.

—Míralas. Todas —dijo el Marqués, con la voz totalmente quebrada—. Y hay un video por si quieres más detalles.

Al fin ella decidió acatar lo que sugería ese hombre del que esperaba lo mejor siempre.

Gimoteó forzosamente, los labios temblando. César se puso la palma en la cintura, a la altura de su cinturón y con la otra se frotó el rostro. Ana lo conocía tan bien —al menos eso pensaba— que supo en ese instante cuánta desesperación había en él. Le dio la espalda e hizo un par de rodeos en la oficina. En ningún segundo daba crédito a aquella horrenda situación.

No había oxígeno. No había calmante que pudiera funcionar para dilucidar lo que veía. Sus ojos se cerraron y dejó caer al suelo el bonche de fotos. Avanzó un par de metros hacia él.

—Mírame, César —pidió, entre sollozos—. Mírame por favor.

Antes de obedecer el Marqués deglutió saliva. El teléfono comenzó a sonar. La estridencia del timbre lo sacó más de sus cabales. Raúl, sin más remedio, asomó la cabeza a la oficina.

—Tienes que contestar —masculló el español para de inmediato irse.

No quería hacerlo, pero vio el pálido semblante de su amigo, así que caminó lo más rápido que pudo hacia el escritorio de Ana y levantó el objeto. Era una voz. Una voz desconocida que le habló como si lo conociera. La familiaridad lo destanteó, pero no lograba reconocer aquella lexía.

El hombre le preguntó si había visto su regalo. César miró a Ana. Le dio la espalda nuevamente y tras apretarse el puente de la nariz con los dedos, dijo—: Sí.

Al instante entendió todo. En ese momento comprendió lo que había sucedido. Poco a poco, el ventarrón de dolor disminuyó, pero otro venía con más fuerza, la más pérfida de las dudas. El sujeto al otro lado de la línea le hizo ciertos comentarios que hicieron emerger toda la cólera en él. Quería golpear algo, pero se contuvo y asió sus manos del borde del vidrio.

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