M: Kodaline - The one.
Mientras el agua que salía por el grifo se llevaba la sangre de sus nudillos, César imaginaba la cantidad de horrores que todavía lo esperaban. Sabía que más adelante los aguardaba el dolor. La cerámica del lavabo había quedado manchada de su propia sangre, y, de manera retórica, las grietas en su puño indicaban las heridas en su familia; lo único que desconocía era cuánto tiempo les llevaría sanar.
Escuchó los toques en la puerta. Levantó la vista hacia el espejo empotrado en la pared y tomó un pañuelo del despachador. Le ardía la carne, el estómago parecía volcado, con los ácidos bullendo. Sentía que tenía burbujas radioactivas en la parte trasera de la garganta, al filo de que terminaba el paladar. Aun así volvió a apretar las manos a los costados del cuerpo, luego se dirigió a la oficina.
En el umbral yacía una Ana con los ojos hinchados, conteniendo las lágrimas. Se miraron lo que había parecido una eternidad, pero que en cambio era nada más un fragmento de tiempo. Quizás un minuto o un segundo. A ella también le dolían sus heridas, podía decir que en los dedos percibía el temblequeo por los impactos contra el rostro de Héctor. Vio cómo el Marqués se dejaba caer en uno de los sofás y seguía masajeándose los nudillos.
Avanzó hacia el frente, en dirección de César y se sentó a su lado. Suspiró. Todo lo que había pensado en decirle mientras caminaba por el pasillo seguía esperando a que ella tuviera el valor. No obstante, sin que Ana dijera nada él ya sabía que las cosas estaban diferentes entre ellos. Que colocara su mano en el hombro para instarlo a que la mirara solo había confirmado sus sospechas.
No había sido su intención demostrar nada con aquel acto de salvajismo. Pero su instinto más primitivo había actuado en su lugar, haciendo a un lado la cordura de la que tanto presumía años atrás.
—Ya sé que cometí un error, sé que... Solo pensé en lo mal que habíamos llevado nuestra relación, Ana —susurró, mientras observaba sus nudillos heridos—, no quiero que dejes nada por mí, amas tu trabajo y eres una mujer independiente, no quiero ser el culpable de que te mitigues a mí. Justo ahora, estoy dispuesto a aceptar tu decisión.
—¿Cómo? —inquirió Ana, atónita.
Le dolía el pecho. César movió su cabeza de forma que sus miradas pudieran encontrarse: fue en ese momento que se dio cuenta de que ella ya no quería apartarlo, que su rostro demostraba la necesidad de sus brazos. Sin embargo, algo en su cabeza quería oír de sus propios labios que estar con él era imperativo.
Ella significaba la conciencia; su capacidad de ver el bien y el mal se encontraban abalanzados sobre una sola premisa. Tuvo la gran idea de que, de ser necesario, debía arrodillarse suplicándole que no lo alejara. Que estuviera a su lado y que no quería perderla. Eran tantas las frases de perdón que no sabía por cuál comenzar.
—Que no voy a insistir si tú decides no perdonarme —se contradijo, pero a sabiendas que respetar la conciencia de ella era la mejor—. Una parte de mí nunca se va a cansar de decir que cometí un error, pero...
—Eres tan imperfecto, César —susurró Ana, la calidez de su frase lo hizo estremecer—. Es por eso que te amo. Es por eso que decido amarte todos los días, a pesar de mí misma.
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Vértigo
RomansaAl morir Emilio, su hermano mayor César regresa a México luego de no haberle visto durante diez años. Lleno de culpa por nunca buscar una reconciliación con el difunto, accede a ayudar a su cuñada en el manejo de la empresa de la que su hermano era...