Capítulo 13

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M: Bonnie Tyler - Total Eclipse of the Heart.



Ana levantó la vista y observó con acritud cada parte del horroroso aparato que posaba con insolencia frente a ella. Se llevó una mano a la boca y ahogó un gemido. Permaneció en el auto mientras veía, impaciente, a César y Raúl, que hablaban entusiasmados con el piloto. A pesar de que era un empleado más, el Marqués bromeaba con el hombre enfundado en un uniforme negro, con insignias de los escudos de armas de Alcalá. Él sonreía como si estuvieran diciéndole cosas realmente divertidas y, aunque se contuvo, no pudo evitar sentirse contagiada.

Lucía revisó el itinerario y cuando la escuchó reír —Ana estaba sentada a su lado—, mientras veía por la ventana, al ver a su jefe unos metros adelante, ataviado con una vestimenta sencilla (pantalones de mezclilla y una cazadora que solo resaltaba su tono de piel blanca y su cabello rubio), negó con la cabeza.

—¿Sabe, señora? —cuestionó, captando la atención de la mujer de inmediato.

La aludida carraspeó al sentirse atrapada, como si hubiera sido sorprendida en una travesura.

—Hace muchos años que trabajo para César Medinaceli —Enarcó una ceja, y añadió—: Nunca lo había visto tan relajado.

Había pocas cosas de César que pasaban desapercibidas para ella, sobre todo ahora que estaban solos en casa, sin la presencia de Alison. Suspiró, se acomodó el cabello, recargó la cabeza en el respaldo del asiento y dijo—: ¿Tan obvia soy?

Una sonrisa se dibujó en los labios coloreados de un tono vino oscuro de Lucía.

—Si le sirve de consuelo, ambos lo son —espetó, divertida y regresó la vista a su agenda (que más bien era la de su jefe).

Oyeron el chasquido de la puerta cuando se abrió. Raúl les sonrió e hizo un ademán para que pudieran salir. Al bajar, las dos se percataron de que dos empleados se estaban encargando de su equipaje, apurados y con caretas serias en el rostro.

Lucía fue de paso y subió sin miramientos al pájaro mecánico que esperaba, con apariencia infernal, al fondo. Ana se detuvo donde César y éste, sin pensarlo mucho la tomó de un hombro y la acercó más a él, como si quisiera marcar un territorio, o al menos así lo había sentido ella.

—An: este es Guillermo Albatros, mi piloto —Esbozó una sonrisa y extendió la mano hacia el hombre, quien respondió igual o más afable.

—Un gusto, señora Medinaceli —le dijo, mientras retiraba su mano con cuidado.

—No soy Medinaceli —repuso Ana, un poco avergonzada—. En México no heredamos el apellido del esposo.

Un silencio incómodo se perpetró en el ambiente. César miró, extrañado, a Ana, pero ella dejó su mirada fija en el avión que seguía en el mismo lugar: escrutó su semblante, incoloro, como si estuviera viendo un fantasma.

El Marqués se guardó ambas manos en los bolsillos de su pantalón y se mordió el interior de la mejilla.

—¿Estamos listos, entonces, señor? —inquirió el piloto, esmerándose por reanudar la charla y sosegar el momento.

César asintió, mirando aun así a Ana, quien fingía que no se daba cuenta del escrutinio de su cuñado.

Guillermo se retiró, seguido por el copiloto y dos mujeres que vestían el mismo uniforme que ellos, pero femenino. Ella intentó caminar, porque no quería reconocer que los nervios estaban a punto de matarla. Era como si, de cierta manera, el vértigo quisiera empujarla, quería instarla a que dijera lo que sentía.

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