M: Jack Johnson - What you thought you need.
Como toda joya antigua el diamante Cojín de Cádiz tenía una historia; obsequiado por una duquesa, a modo de agradecimiento, al General Portocarrero, heredero original del título por sucesión sanguínea de Alameda. De corte oval y con dieciocho espectros, dicha piedra llevaba cerca de seiscientos años en la familia. Colocado en diferentes monturas, la última dueña había sido Catalina de La Fuente, difunta madre de César.
Delante del Marqués, el empleado, en el gran banco de seguridad madrileño, lo observó con semblante circunspecto; una de sus cejas estaba enmarcada y se encontraba esforzado por no mostrar una risa en el rostro. Hacía mucho que la piedra preciosa yacía aguardando ese momento. No obstante, a su introspectiva mirada, César continuaba inspeccionándolo a detalle, por cualquier cosa.
Al fin dejó a un lado el lente y le entregó al hombrecillo, gerente de las cajas de seguridad, una llave. Pocos minutos después estaba introduciéndose en el auto, junto a un desgarbado Raúl. Revisó su reloj muñequero, calculando el tiempo que tardarían en hacer el cambio de dirección en Alameda, resoplando por el cansancio producido por tantas horas de vuelo continuas. Su amigo suspiró y lo observó, confundido, todavía desconociendo el motivo por el que habían visitado el banco apenas su avión aterrizó.
Entre sus hábitos, no era uno esperar a que César le contase sus intenciones, pero en ese instante sentía que lo mataba la curiosidad. Mantuvo la vista fija en la Avenida que serpenteaba por el centro, vislumbrando, embelesado, los edificios de construcción colonial característicos de Madrid; colores magenta, camel y perla predominaban en las decoraciones y los acabados de cantera sobresalían en las ventanas y puertas.
Faltaba poco para que anocheciera, así que viendo la dirección que tomaba el chofer, hacia su departamento, supuso que ese día ya no harían otra cosa que descansar. Al día siguiente los esperaba un ajetreado horario que cumplir y a Raúl lo único que lograba contrarrestar el fastidio de estar encerrado con pilas de papeles al frente, era la cándida figura de piernas delgadas y ojos enmarcados en lentes de armazón gris, que esperaba ver en Alameda.
Las llamadas que mantenía seguido con Lucía no eran suficientes; tampoco las dos o tres ocasiones que pudo permitirse volver de México. Suspiró, presa del desconsuelo, del cansancio que provoca la inutilidad de un trato; le había prometido a Lucía que con tiempo y esfuerzo demostraría haber sentado un poco la cabeza. Con tal de no perder las esperanzas con ella, resultaba ineficaz el espacio que tuviera que esperar.
Su perspectiva se había tornado diferente en esos meses; la ambición poco a poco se anidó en su pecho, haciéndolo desear más y más a la castaña de lentes que ahora se convertiría en presidenta interina de Alameda.
Acordó quedarse en el departamento de Raúl porque ir hasta Altozano se le antojó un trayecto por demás pesado. Eran bastantes las cosas que se apretujaban en su mente, ansiosas, sin dar paso libre a una idea concreta sobre lo que debía hacer los días posteriores; lo cierto era que César, sin Ana, resultaba una ecuación que no podía resolver.
Repantigado en el asiento del auto, César cerró los ojos porque ver por la ventana ya no cobraba el mismo sentido; antes podía inquirir al viento, a la nada, mientras delante de sus ojos se difuminaba la imagen de una ciudad conocida, pero al mismo tiempo llena de sombras, sin oxígeno real, empapándole el rostro de deseos, de cavilaciones que terminaban siempre en el mismo tormento.

ESTÁS LEYENDO
Vértigo
RomanceAl morir Emilio, su hermano mayor César regresa a México luego de no haberle visto durante diez años. Lleno de culpa por nunca buscar una reconciliación con el difunto, accede a ayudar a su cuñada en el manejo de la empresa de la que su hermano era...