Capítulo 34

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M: David Bisbal - Corazón que miente. 





—Por enésima vez, Samuel, no he confiado en nadie —farfulló César.

Daba vueltas alrededor de su oficina, contorneando los muebles. A veces se sentaba frente al detective, pero la mayor parte de las horas que habían transcurrido, con ellos entablando un análisis externo de su vida privada, no podía estar en paz. Samuel anotaba en un cuaderno los nombres de aquellos hombres con los que César había tenido problemas más recientemente. Sin embargo, no estaban avanzando mucho.

Lucía se encontraba a unos pasos de su oficina, esperando la oportunidad para preguntar a Raúl por qué su jefe se había precipitado de regreso. Por su semblante y movimientos la chica sabía que algo grave estaba ocurriendo en la vida del Marqués, mas cuando lo vio de frente no tuvo ganas de cuestionarlo. César podía incurrir en muchas malas actitudes cuando se trataba de sus problemas personales y ella no quería arriesgar esa confianza entre ambos.

Pocos minutos más tarde, el afamado detective de asuntos privados, Samuel, dejaba la oficina con su porte profesional atado en el cuerpo. Asintió a manera de despedida hacia Lucía y se encaminó al elevador. En la mesa de la secretaria tenía una carpeta que César, para fortuna suya, debía revisar, por lo que tomó la iniciativa de darla ella misma en manos del Marqués y entró al despacho.

La imagen que tuvo primeramente en la vista no la agradó mucho: César tenía los codos recargados en la superficie de cedro del escritorio. Sus manos escondían el resto de su rostro y no llevaba puesto el saco. Tenía la corbata aflojada hasta el inicio del esternón y el botón del cuello de su camisa estaba suelto. Era un aspecto de desgarbo poco común en él; lo llevaba solo cuando era víctima del estrés y del cansancio.

Se colocó frente a él, en el escritorio, y le extendió la carpeta. Hacía apenas dos días que el Marqués estaba en Madrid, luego de haber regresado inmediatamente. Lucía no era una mujer indiscreta, pero cuando él por fin levantó la vista hacia ella, sin poner atención en la hoja que le daba, supo que todo era mucho más doloroso de lo que podía imaginar.

—¿Qué es? —preguntó César al tiempo que fruncía el ceño.

—Balances —zanjó la mujer.

La cruel disposición que antes tenía para inquirir sobre su estado se esfumó tan rápido como los ojos de su jefe titilaron a contra luz; estaban vidriosos y parecían esforzados, como si no hubiera dormido desde su regreso. Volvió por donde había llegado y negó con la cabeza, esperando que nadie más se diese cuenta del estado catatónico en el que se encontraba aquel hombre cuyo carácter sombrío había sido lapidado.

Por su cuenta, imaginó que ayudarlo era lo mejor que podía hacer e impedir que otra persona lo auxiliara en sus asuntos era el inicio. Regresó a su lugar de trabajo y decidió que debía hablar con su... no sabía cómo llamarlo aún. Pero tenía que hacerlo, tenía que saber bien qué era lo que sucedía y César parecía más que indispuesto.

No podía dejar de repetir las imágenes en su cabeza; se habían convertido en un espectral hilo de sucesos que no terminaban de torturarlo. Tenía sueño, pero no lograba dormir. Madrid era una ciudad ajetreada y la empresa se hallaba atareada todo el tiempo, cosa que en otro tiempo tal vez hubiese servido de algo, mas ahí mismo, con sus energías menguadas, sus ganas de vivir así, aplastadas, llegó a pensar que la soledad le ofrecía un nuevo pacto.

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