Capítulo 2

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M: Matisse - La misma luna.







Ana nunca había usado la palabra «muerte» para referirse a un ser querido. Ni siquiera con su madre, a la que apenas y recordaba. En ese instante, mientras un espasmo le hacía contraer el estómago y en la garganta se le apretujaban las lágrimas, el único concepto coherente que se le podía ocurrir era que Emilio la había abandonado por fin.

No a través de un divorcio, ni de la simple separación como hubiese preferido mil veces. Simplemente... se había ido.

Al frente, un par de hombres que vestían ropas informales y que sostenían, uno de ellos, una carpeta en las manos, evitaban mirarla a los ojos. «Emilio está muerto», se repitió en el interior.

Aunque no deseaba hacerlo, recordó los días anteriores e intentó unir los fragmentos de su última conversación con su esposo. Emilio era un hombre diferente a todos los que ella hubiese conocido. Pese a que su matrimonio no iba tan bien como al inicio, Ana lo amaba de manera muy profunda. Se trataba de una mezcla entre la gratitud y el respeto, un sentimiento que jamás hubiera podido quebrantar por muy mal que la estuviesen llevando.

Suspiró al ver hacia atrás, la mañana del día que se había ido; Emilio le había dejado un mensaje con su asistente porque ella no había estado en la oficina para haber podido tomar la llamada. Nunca en su vida se había sentido tan culpable. Tal vez, pensó, por ser su aniversario él la había llamado para saludar.

Las lágrimas, impiadosas, bajaron arrastrándose por sus mejillas con una velocidad traslúcida. Ana contempló la fotografía que se encontraba sobre una repisa al fondo de la estancia, siendo cada vez más consciente de que aquel juego de palabras era, en efecto, uno que no quería aceptar.

«Su esposo perdió la vida. Fue algo instantáneo», le había dicho uno de los peritos.

Entre los resquicios de su voz interna oyó, o al menos creyó hacerlo, el llanto de Allison, su cuñada que vivía con ellos desde siempre. La sobrecogió un mareo que tambalearon no solo a sus piernas, sino a su cordura; uno de los hombres hizo ademán de sujetarla dando un paso hacia el frente, en su dirección.

Negó con la cabeza, sin poder captar los vestigios de ese dolor por una pérdida que todos los seres humanos tienen en el corazón, reservados para momentos como aquellos.

Allison volvió a gemir. Al tiempo que levantaba la vista llena de escozor, Ana tuvo una especie de revelación. La oración «Emilio murió» no tenía solo un significado, sino que había otros más que, en ese instante doloroso en el que la pena y el estupor invadían su sistema entero, rondaban su mente sin que consiguiera entenderlos.

Trató de darse la vuelta con la intención de huir de allí. En sus pensamientos escuchaba cómo Lulú, el ama de llaves, recibía un par de instrucciones de los hombres. Para ese entonces, en un coctel de confusión y perplejidad, Allison se había acercado a ella y sin pensarlo dos veces la había estrechado por completo en un abrazo que no era compasivo, sino que buscaba un refugio seguro.

Ambas querían sentirse a salvo de la verdad que ahora golpeaba tan duro como el peor de los cataclismos. Lo cierto era que Ana, siempre dispuesta a ayudar a su hermana política, no podía, por primera vez en su vida, sostenerse a sí misma. Sus pies, su voluntad y su cabeza repleta de ideas contaminadas por el vigor y la fuerza, se habían fundido en una sola emoción de destrucción.

—T-Tengo que llamar a César —Allison carraspeó.

Los ojos color aceituna de su cuñada no expresaban nada; a través de ellos no podía distinguir salvo entre estupefacción y un shock intermitente de culpabilidad. La apretó por los hombros haciendo uso de la energía raquítica que sus manos poseían, pero Ana no pareció reaccionar.

Eran las dos por la madrugada en México, así que Allison calculó que su hermano estaría alistándose para trabajar, allá en España, tan lejos de ellos. Lo imaginó serio e imperturbable como siempre; y tuvo miedo del cómo iba a tomarse las cosas. Miró hacia los oficiales que minutos antes le habían dado la mala, pésima y terrible noticia; seguían dándole una charla a Lulú, mientras la vieja ama de llaves miraba el piso, oculta ante la vergüenza.

«Emilio murió» también significaba, aparte de que se había quedado sola, que tendría que enfrentar una de sus mayores proezas en la vida. Por fin, aunque no fuese del modo más adecuado, llevaría las riendas de la empresa sola, sin su compañero que lo había sido durante más de nueve años.

Con él, se dio cuenta de pronto, había perdido la adolescencia por completo; se había encontrado con esa personalidad nueva y fresca que lo caracterizaba y le había sonreído para demostrar un temple desgarbado; la había mirado con esos ojos grises que parecían despreocupados y que nunca, en todo ese tiempo de ser pareja, jamás había aprendido a leer.

«Emilio murió» significaba, por sobre todo, que tendría que iniciar de nuevo. Y, por último, que tendría que ver a la cara a César, aquel hombre que sin verla a ciencia cierta ni tratarla por un segundo, se había limitado a odiarla. Fue en ese momento que, al pensar en su cuñado y en su posible carácter respecto del fallecimiento de su hermano con el que, gracias a ella, no había hablado por diez años, no alcanzó a resistir más.

Conforme se le nublaba la vista y las energías se destilaban de sus músculos, presurosas por abandonarla, Ana pensaba que estaba viviendo la pesadilla más tenebrosa de su existencia. Había comenzado a vivir su propio cuento de terror.

Al caer de bruces sobre el piso analizó la desazón típica de situaciones como esa. En la lengua tenía un sabor amargo que pronto se arrastró en su paladar y se le incrustó en la úvula, provocándole las ganas de vomitar. Allison, intentando levantarla ayudada por uno de los oficiales, seguía llorando, seguía dejando que se le escapara el valor y que se le escurriera la poca integridad que a sus dieciocho años tenía.

Un suspiro surgió por en medio de sus labios, al notar que era muy pesada y que el vaticinio no le daba más que kilos y kilos de desesperanza sobre las extremidades del cuerpo. La sentaron sobre un sofá y vio a Lulú traer una botellita de color blanco. No reconocía a nadie allí y su piel, que producía un calor abrasante, le quemó como si la estuvieran arrojando a un horno encendido al máximo.

Sintió que los años pasados, la rutina vivida y la experiencia que con ésta había adquirido, allí mismo eran inútiles. Percibió las promesas que quedarían en el olvido y que la frase «hasta que la muerte los separe» se había adelantado por mucho.

O quizá no. Quizás allí terminaba la intemperie de su matrimonio con Emilio. Al fin y al cabo, no era capaz ni de levantar la cabeza y reconocer que dependía justo de aquel espejismo. No era, descubrió, tan entera como creía. Entendió, como se entienden aquellas cosas que no quieren comprenderse y que cuando lo haces duelen y magullan tu carne, que Emilio no iba a volver.

Emilio sí estaba muerto, su respiración había cesado y su voz se perdería en su memoria, en los escondrijos de su mente. Ana se percató de Allison que, hablaba por teléfono y lloraba largo y tendido al mismo tiempo. La vio dirigirle una mirada de disculpa. Filtrándose en los ojos azules de su cuñada, había un algo que no supo identificar.

Seguro que estaba hablando con César.

Seguro que, de alguna forma excedente a su capacidad de entender a un hombre como él, la iba a culpar también del deceso de Emilio. Después de todo, se dijo, antes de perder el conocimiento y desvanecerse en el nubarrón de la inconsciencia, ella había sido la manzana de la discordia entre ellos.



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