Capítulo 40

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M: Pablo Alborán - Recuérdame.



Tenía la clara certeza de que aquello era un espejismo; su vida se había vuelto, al cabo de unos pocos minutos, más espesa que la niebla en las montañas. Releyó la hoja, los resultados finales de esa investigación y de la última entrevista hecha por Julián. César se sintió espabilado, con una pesadez en los párpados tremenda.

La furia contenida rumiaba su corazón, que palpitaba desbocado; en las sienes sentía el ardor que sus venas, por su tránsito frenético, provocaban a la piel. Meses atrás, cuando le había despedido, impelido por los pocos sentimientos de honor que conservaba gracias a su padre, jamás había imaginado que estaba perpetrando el mayor crimen en contra de sí mismo.

No lo creía; era incapaz de articular palabra, de siquiera mirar a Julián y a Raúl, quienes permanecían expectantes. En su mente la escena más próxima que ocurría era que se dejaba llevar por la pérdida de cordura, que sus fuerzas amainaban su carácter, seguido de la ira. Que arremetía contra su tío hasta matarlo a golpes, con su propia mano.

Se vio frente a él en el funeral de Emilio; su mezquina sugerencia de que dejara sin un peso a Analey. César se sintió impotente, en el pecho se le amagó la amargura, un aguijonazo de veneno. Encausaba todo su coraje contra sí mismo, porque en su cabeza debía haberlo previsto. Debió oler la maldad en ese hombre que años atrás ya había errado con su padre.

—Tienes que pensar muy bien tu próximo movimiento —susurró Julián en su dirección, sentado frente a él en una de las sillas de su escritorio. Había pensado qué decirle durante más de quince minutos, luego de que el Marqués permaneciera en silencio, leyendo y repasando las pocas líneas que rezaban el nombre de aquel que había reservado, que a su vez lo llevó con el verdadero responsable. Ya no cabía la menor duda, Héctor Morales había contratado un par de tipos que rentaran el cuarto de hotel, que enviaran las flores y que hicieran las llamadas de extorsión, sin embargo, el silencio anodino era ensordecedor, se sentía acalorado, con un tumulto de encrucijadas envainadas en el pecho—. Que sea de tu propia familia lo vuelve algo totalmente...

Quería decir que empeoraba las cosas, que tal vez en el juicio, si se daba, saldría a la luz la vieja rencilla, el móvil de que se hiciera tal infamia en contra de César; porque a esas alturas Julián estaba seguro de que había sido por dañarlo a él directamente.

Raúl tenía la vista detenida, gélida, sobre un cuadro a espaldas de César; Emilio siempre había sido despreocupado, un joven que vestía de manera inapropiada cuando se lo solicitaba elegante, que no acometía las reglas de ningún sitio y que gozaba haciendo enfurecer a su hermano. Se preguntó cuántas veces en realidad le había visto y durante cuánto tiempo. Encontró que nunca le había conocido, que lo que oía de César era lo más íntimo de sus problemas familiares.

Mientras que el mayor de los Medinaceli se hacía cargo de la empresa que con tanto esfuerzo sus antepasados habían comenzado en aquel pueblo de Andalucía, Emilio había seguido su vida, había continuado con su estilo libertino de ver las cosas, de tomar en serio poco o nada de la vida. Había quedado en claro que su pasatiempo favorito siempre era hacer algo para llevar la contra a César, que al ver sus disparates siempre perdía la compostura.

Supo que la última vez que lo había tenido de frente había sido en Canadá, cuando César había pensado en pedirle matrimonio a Marlene. Cosa que siempre creyó una tontería, pero a la que su amigo prefería dejar inconclusa, flotando en el aire, sin temor a que algo como lo que había ocurrido le pasase. Y allí estaban de nuevo, salvo que ahora, la mujer de Emilio era la manzana de la discordia. El paralelismo hizo sonreír a Raúl aunque intentó contenerse; solo quedaba una cosa por hacer: ayudar a César a cruzar la barrera de la demencia, que se notaba estaba a nada de alcanzar.

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