Capítulo 14

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M: Franco de Vita - Tú, ¿de qué vas?



Eran pocas las ocasiones en las que ella se había logrado sentir así: reducida, pequeña, sin aire. Sostuvo la palma en la nuca de César y absorbió su aroma, acarició la nariz del Marqués con la propia y, sin abrir los ojos, dijo—: Solo unas pocas veces he temblado de miedo...

César frunció el ceño y se permitió observarla; de cerca, Analey parecía una muñequita de porcelana, con su piel bien cuidada, tersa y brillante, sus ojos verdes como joyas preciosas, sus labios tiernos: como una adicción.

—¿Por qué miedo? —preguntó él con un hilo de voz, susurrando contra sus labios.

Ella aspiró hondo, inhalando el olor de César.

—Esto puedo ser un sueño, o... —Tragó saliva, lento. Sintió la amargura subir por su garganta y cómo su tráquea se contraía—. Podría ser solo un espejismo.

Confundido, César recorrió su cintura y levantó una mano, hasta posicionarla en la mejilla de la mujer, que seguía sin abrir los párpados. Imaginó a lo que se refería, pero a ciencia cierta no estaba seguro.

—¿Hay alguna diferencia entre los dos? —quiso saber el Marqués; había hecho de sus labios una línea compacta, amedrentado y atormentado de pronto.

Entonces cayó en la cuenta; él y ella, lo que eran, lo que habían sido y el fantasma que yacía entre ambos. Meneó su cabeza, azorado y suspiró, con un sentimiento entrecortado, cosa que para Ana fue bastante notoria.

—Un sueño es producto de tu subconsciente —narró ella, dubitativa, despegando los labiosa apenas—, un espejismo es algo que ocurre, pero que luego desaparece y que más tarde sabes que, aunque estuvo frente a ti, era solo momentáneo.

«Te irás», pensó ella.


César conocía muy bien los túneles sin salida, ya que gran parte de su vida se la había pasado viviendo en uno. Ana, por otro lado, no parecía la persona que caía en ese tipo de hoyos, o más bien de laberintos, aquellos oscuros pasajes de los que tardas en salir. Pensó en Emilio, en la forma tan funesta de engañarla, en el cómo perdió tiempo mintiendo, y en cómo, de manera tan absurda, la había dejado pasar.

«Si hubiera sido yo», pensó y se sintió cruel y despiadado al hacerlo.

No era lo correcto, sin embargo. El muerto, muerto está y, aunque duela, en el sepulcro es donde debe quedarse.

—Ahora vuelvo —susurró, contra sus labios. Luego se retiró.

Raúl, desde su lugar, contuvo una mirada. Miró a Lucía y sonrió, no sin antes pestañear dos veces y tratar de inquirir con sus ojos castaños a César, pero éste ni siquiera le dirigió la mirada.

Inerte, el Marqués pidió a la asistente que por favor le proporcionara algún medicamento para los mareos; una de las chicas se puso de pie y caminó hasta el pequeño bar que tenía la cabina. Le entregó un cilindro de color púrpura, una botella de agua natural, y ofreció su ayuda.

"No. Estamos bien", la había cortado sin dar más explicación y marchó con semblante meditabundo de regreso hacia el baño. Antes de siquiera pensar en abrir, César recordó la última vez que había escuchado la voz de Emilio: y casi parecía que estaba ahí. Miró a un lado, a donde había un cancel de aluminio antes de la puerta de acceso; Emilio y su reflejo estaban presentes, atormentándolo, quitándole la poca paz que mantenía en su alma.

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