Capítulo 12

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M: Axel - Quédate. 





Emilio tenía un hijo. La mujer que había muerto junto con él se llamaba Daniela y era la madre del pequeño. El agente del ministerio había ido a su oficina, casi dos años más tarde, con la información que hasta ese momento nadie había podido obtener. Pero, la madre de la chica, hasta entonces ignorante al respecto de su deceso, había visto una fotografía en la delegación de la ciudad de México.

El niño se llamaba Axel; contaba con escasos cuatro años de edad.

—¿En serio no cabe la menor duda? —preguntó Raúl, cuidando sus palabras porque sabía lo sensible que era el terreno en ese instante.

—Completamente —respondió el Marqués, la voz enronquecida.

El español dio pasos en derredor en la oficina, se talló el mentón y vio los libros en el estante al frente. Allí estaba de pie un marco con una foto de César, más joven, un Emilio desgarbado, sin cuidado de su persona, cuando pasaba por la etapa de la rebeldía, y una pequeña Alison de coletitas a los lados de los oídos.

Se permitió evocar a su padre, y por primera vez en casi toda su vida, se preguntó si pasaría el resto de ésta solo: a César lo había transformado totalmente este estado, así que Raúl imaginó que no sería algo conciliador. Sus buenos tiempos pasarían algún día, sin embargo, y al pensar en eso solo lograba sentir reflujo en el estómago.

Deglutió saliva y se lo quedó mirando a César, quien tenía un vaso de Whisky, vacío ya, recargado en la frente, dejando que los hielos le otorgaran algo de tranquilidad.

—¿Qué más te dijo? —inquirió el castaño, refiriéndose al policía que lo había visitado.

El Marqués se encogió de hombros; sin pestañear se levantó del sofá y le dio la espalda a Raúl. Había algo en su pecho, un hoyo que solo se iba cuando Ana estaba cerca, cuando la veía reír, cuando le hablaba por cualquier cosa, por redundante que ésta fuera.

Un amigo de confianza que era teniente, y con el que mantenía una relación buena, profesionalmente hablando, le estaba investigando más a fondo si el rumor del pequeño no se trataba de una jugarreta. Se mesó el cabello, al mismo tiempo que veía la ciudad frente a él, el sol que se filtraba implacable en diagonal, provocando que una esquina de la oficina se viera más lúcida.

Oía a Raúl hacer conjeturas, pero él solo podía pensar en una cosa: el cómo alguien que dice amar, puede engañar en la manera miserable en la que, era muy probable, Emilio lo había hecho con Ana. No se suponía que fueran así: las relaciones de pareja. Aquello se saltaba las pautas de lealtad que se formaban entre dos individuos que, supuestamente, se habían casado al estar muy enamorados.

Había veces en las que César deseaba que sus padres vivieran, como esa. Muchos lo llegaban a considerar alguien honesto; pero, sobre todo, César tenía ante el mundo una apariencia inquebrantable y, lo que todos ignoraban, era que, en ciertas ocasiones, se sentía al borde del abismo. A punto de romperse; como si no tuviera un respaldo que evitara su caída. Y entonces evocaba en su mente la preciosa imagen de Ana, impoluta, que lo hacía pensar en algo más. Se estaba convirtiendo en alguien ambicioso: la añoraba, quería estar con ella y saborear la paz por una vez en su vida.

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