Epílogo

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A César hijo no le caía bien Vittorio, le decía cosas feas a su hermano; su padre siempre le contaba que no era bueno tomarse a pecho los insultos, pero en lo personal, a sus diez años, seguía creyendo que Axel exageraba ignorando al chico aquel. Esa no era la primera vez que oía, cuando se encontraban con los hermanos Rocca, que Vittorio le llamaba bastardo: pese a que no entendía muy bien la palabra, algo dentro de su pecho ardía cada vez que la escuchaba dirigida hacia su hermano mayor.

No sabía controlarse. 

Su madre le limpió la sangre del labio, vio las lágrimas en sus ojos y se sintió tan pésimo que quiso pedir perdón. Sin embargo, Analey era una mujer determinada, seguro que lo iba a castigar y estaba dispuesto a asumir la responsabilidad por sus actos. La miró de nuevo: ella tenía unos ojos verdes hermosos, igual que su hermana más pequeña, Lisa, pero con menor expresión. Lisa siempre parecía estar enojada y mirando a todos con ira.

Ana le extendió un pedazo de algodón que César mantuvo sobre la abertura de su labio, donde Vittorio le había golpeado por accidente, cuando forcejeaban. Era cuatro años más grande que él, pero tampoco le importaba. Le había advertido, tratando de imitar la voz de su padre a cuando estaba enojado por algo grave, que esa era la última vez que llamaba de aquel modo a su hermano. El algodón tenía alcohol, y la herida punzó al sentirlo.

Suspiró, un poco rendido por sus propias fuerzas. No quería que sus padres tuvieran rencillas con los señores Rocca, porque eran amigos de la familia de papá Augusto y también de papá César. Pero simplemente no podía evitar que Vittorio le cayera mal. También se expresaba de forma rara sobre Catalina, diciendo que cuando crecieran, era muy probable que sus padres les obligaran a casarse: a Vittorio y Catalina, pero a ella no le gustaba, estaba seguro de ello, César sabía que la niña no tenía esas intenciones. Además de que era muy dulce para un niño tan malcriado como Vittorio Rocca.

Su madre se puso de pie, y César la revisó de pies a cabeza: era alta, delgada y tenía un cabello larguísimo de color negro, casi tan negro como el de su hermano Axel. Ella recogió los enceres del botiquín que la señora Rocca le había prestado, la oyó inhalar aire y supo que se encontraba triste. No había cosa en el mundo que lo hiciera sentir más fatal que ver a uno de sus seres queridos como en ese momento su madre estaba.

—¿Estás enojada conmigo? —preguntó, había un resquicio de miedo que lo impelía a no mirarla a la cara, si la veía llorar era muy probable que se castigara él mismo.

Y faltaba que supiera su padre, que en ese momento se encontraba en los senderos de lavanda posesión de la familia Rocca. Un lugar que olía exquisito, el viento del Mediterráneo llegaba perfectamente y el clima resultaba agradable. Entonces cayó en la cuenta de que sí se había metido en graves problemas. Además de que Axel seguro se iba a enojar con él por pelear en su nombre. Axel nunca le agradecía cuando lo defendía de otros; Axel era muy parecido a su padre, actuaba igual que él, tenía manías tranquilas, respondía con franqueza y era muy inteligente.

—No estoy enojada —le respondió Analey, se agachó un poco y le hizo mirarla a los ojos jalando su mentón hacia arriba. A Ana le daba escalofríos verlo de frente, porque siempre sentía que estaba viendo a César cara cara, los mismos ojos de un azul gélido, inexpresivos, pero llenos de amor para dar. Sin embargo, el temperamento era el de ella, y por eso se sentía avergonzada. Catalina y Axel eran como César, su marido, su espléndido marido, pero César Junior y Elizabeth era idénticos a ella en carácter, en arrebato y en fuerza—. Sabes que no me gusta que pelees. Menos por estas cosas, César.

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