Capítulo 29

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M: Thalia - No me enseñaste. 





Ana le echaba la culpa de su matrimonio fallido con Emilio, a la implacable monotonía que nunca supo cómo erradicar; aún ahora, luego de su muerte, solía preguntarse cómo se puede pasar por alto la falta de amor en un ambiente familiar. Lo veía tan claro desde que estaba con César; solo podía pensar en que, si de alguna manera, él la quisiese menos, de inmediato sería perceptible.

Como un pinchazo al corazón.

Un día antes, por la mañana, el Marqués había emprendido un viaje que no se podía retrasar y aunque trataba de concentrarse en los papeles apilados frente a ella, no conciliaba estabilidad para sus ideas, que en ese momento eran solo una extraña telaraña de conjeturas. Se la veía en el rostro la tremenda ensoñación en la que vivía, a la espera, consciente de que el futuro estaba golpeando a la puerta, sabiendo que se moría por dejarlo entrar.

Miró su reloj de pulsera, percatándose de que éste apuntaba a que las seis de la tarde y la llegada de salida, se estaban a avecinando. Se arrellanó en la silla y tomó la pluma de tinta negra con la que solía firmar las nóminas, para después comenzar la tarea. Poco a poco se fue perdiendo entre esas letras que indicaban cuánto se le depositaría a cada empleado del área administrativa.

Muy habitual era que Marlene entrase a su oficina y la observara con el ceño fruncido, mostrándose reacia a aceptar que Analey ya no era la misma de antes. Llevaba, abrazadas contra su pecho, varias carpetas que su jefe identificó rápido como los diseños para la portada siguiente de Réflex; el trabajo, de pronto, se hacía pesado y los días aburridos, sin sentido.

Comprendió entonces que, sin César, su vida era como un oscuro laberinto del que no sabía cómo volver. Paradójicamente hablando, él era la vela que la guiaba por en medio del sendero lóbrego, acuciándola a no dejarse caer nunca, como la primera vez que se vieron de verdad, enfrentando ambas miradas hasta que consiguieron encontrarse.

Se habían invadido tanto el uno del otro, que ni ella ni él sabían qué harían con su ausencia.

—Estos malditos diseñadores modernos me colman la paciencia —se quejó Marlene, al tiempo que se dejaba caer frente a Ana en otra silla reclinable.

La mujer esbozó una sonrisa, meditabunda en sus cavilaciones. Reflexionó un poco en el semblante hastiado de su amiga, quien llevaba ahora todo el cargo del área creativa en la empresa. Analey no solía nada, pero necesitaba tranquilidad y si acaso pensaba en decir que iba a retirarse a descansar todo su embarazo, seguro ella pondría el grito en el cielo.

Volvería a alegar que la antigua Ana jamás dejaría lo que con tanto esfuerzo había logrado simplemente por pesar unos cuantos kilogramos más. Deseó, muy en su interior y para su vanagloria, que en un tiempo no muy lejano Marlene pudiera entenderla. Quería que también se enamorara como ella y conociera el porqué de sus transformaciones sin tener que explicarle más.

—¿Qué? —preguntó, dándose por enterada del escrutinio por parte de Ana.

En el acto la otra bajó la mirada a una hoja cuyas firmas había colocado en la línea incorrecta, se rascó la frente con un dedo de la mano derecha y, suspirando, negó con la cabeza en repetidas ocasiones.

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