Capítulo 34

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Dedicado a isparamore por ser el desbloqueo que me permitió hilar este capi y la creadora de los banners más bellos.

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Atónito, Leopold deshizo los pocos pasos que había andado persiguiendo a su madre, que ya había desaparecido por el empedrado de adoquines de la calle. La lluvia se había desatado y las luces de la calle encendido. Traspasó el umbral del local y cerró dejando caer el peso de su cuerpo sobre la vidriera, olvidó incluso la musiquita del llamador que solía disgustarle, sobre todo cuando se le juntaban los clientes.

*

La directora corrió ladera arriba hasta donde había dejado estacionado su carro. En su estado no se dio cuenta de nada, de que resbalaba sobre la acera, y casi perdió uno de sus zapatos, de que manchó su sobretodo de barro porque pisaba sin darse cuenta los baches llenos de agua y de tierra, y percibió las miradas enjuiciadoras del mundo en ella. Ojos extraños que la seguían en la calle iluminada de farolas y perlas de lluvia. Encontró su auto y temblando hizo malabares para introducir la llave hasta que lo consiguió y se metió dentro con frenesí. Aferró el volante y escondió la cabeza por un momento, desconcertada consigo. Los sonidos de la tormenta la envolvieron y Käthe se estremeció, estaba mojada por completo. Hizo frío dentro del coche y aún más dentro de ella, sus labios comenzaron a tiritar. Le echó una mirada al espejo retrovisor y halló en sí misma unos ojos demasiado perdidos que le reprochaban su exabrupto. La mitad de su rostro estaba cubierto de pintura roja. Odiaba la pintura. Con un pañuelo que tenía dentro del bolsillo húmedo se limpió lo que quedaba de aquella imagen femenina. Y en mucho tiempo, se sintió diferente y patética. Inseguridad, la peor palabra que existía en su vocabulario. Cubrió su rostro y sacó a relucir su débil sentimiento, en soledad. Y en aquella prueba de debilidad, cobraron mucha más fuerza los recuerdos... como luces intermitentes, pequeños fogonazos se encendieron en su mente y desaparecían con lentitud. Apretó los ojos con rabia. Luego intentó poner en marcha su auto varias veces hasta que arrancó. La lluvia era tan copiosa que le impedía la visión, a pesar de todo, condujo como una demente, hundiéndose en los pozos del asfalto y en los de su conciencia. Lo peor era cuando regresaban, pues alteraban su sistema nervioso y se imprimían vívidamente delante de ella.

Fue hace mucho tiempo.

Pero alguna vez en su vida, por una vez, Käthe se sintió enamorada. Aunque era solo una adolescente alta y fornida. Vestida de hombre en un colegio de varones. Como cualquier adolescente de quince años, gustaba de alguien. Era pálido, delgado como un palillo, y de intensos ojos azules. Era excelente en sus calificaciones y en deporte pero bastante callado para ser alguien que se hacía respetar. Ella sin embargo era un desastre y físicamente, bastante torpe. Él no sabía que existía. Käthe lo sabía todo de él, mejor dicho: Emil Frank, lo sabía todo. Cómo deambulaba por la biblioteca en busca de libros interesantes, cómo se pasaba horas copiando y tomando apuntes mientras lo contemplaba con disimulo y adoración desde una mesa alejada perdiendo el tiempo en mirarlo. Casi siempre era así. Luego se retiraba a sus habitaciones, altivo y elegante, con ese mismo uniforme que también llevaba años después... su hijo. A veces, durante su adolescencia en el internado, Käthe se sentía una completa idiota. Se exponía sin quererlo a que alguien se diera cuenta de la realidad de su esencia. Como muy pocos en aquella época, tuvo la suerte de que su adinerado padre pagara su vacante en Storm Hill, con la condición de que jamás, pero jamás, delatara su sexualidad. Era un trato pactado entre el Director, su padre, y ella; que a partir de aquel momento, pasó a ser otro él. Un él que debía elegirse un nombre, formarse una historia, y adaptarse a las severas reglas del internado.

© La Cima de las Tormentas [COMPLETA✔ ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora