Prólogo

131 9 8
                                    


Cuando eres pequeño, ves a los mayores y dices "quiero ser como ellos". En ese momento tienes algo claro.

Cuando eres pequeño sueñas con un sueño del futuro. Decides cómo quieres que te vean.

Cuando eres adolescente empiezas a replantearte si ese sueño podrá ser realmente alcanzado. Pero no por dudar de ti...

Cuando eres adolescente ves demasiadas cosas, conoces demasiada gente y todo aporta una semilla a tu creatividad.

Cuando eres adolescente no tienes nada claro, porque todo te gusta.

Cuando eres adulto, cuando de verdad eres adulto, es cuando conviertes aquel primer sueño de niño en un objetivo claro que deseas alcanzar, que sabes que de verdad quieres alcanzar.

Cuando eres adulto sólo te importa cruzar la meta y agarrar fuerte tu objetivo.

Cuando eres mayor lo eres porque sabes que todo lo que has hecho, ha sido por algo...

Pero nada de esto puede llegar a hacerte feliz.

Cuando eres feliz, es porque aquel sueño de niño o aquel sueño de adolescente, se convirtió en objetivo... Pero lo más importante, lo eres porque al llegar a mayor dices "todo lo que he hecho ha merecido la pena aun si no conseguí lo que quería". 




Los vítores de la gente retumbaban dentro de mis oídos aquel día, los aplausos, los nombres, el apoyo... Mis zapatillas chillaban al chocar contra el suelo, mis músculos se tensaban con nerviosismo y mi cuerpo, agitado y cansado, no dejaba de llorar sudor. Recuerdo perfectamente que mi corazón estaba ajetreado y que se me salía del pecho. Se me salía del pecho, es lo único que pensaba una y otra vez. Estaba asustado por la velocidad de mi corazón y entusiasmado por el apoyo de la gente. A menudo escuchaba la voz de mi madre sobre las demás, y la de mi hermana pequeña que sólo tenía cinco años en aquel entonces. Pero a pesar de todo el nerviosismo, mi alma estaba disfrutando como nunca antes había disfrutado.

Sólo eran setenta metros... Sólo setenta. ¡Pero menudos setenta metros para un niño de seis años!

Yo corría dando lo mejor de mí, siempre lo mejor, y recuerdo perfectamente aquel día no sólo porque fue mi primera carrera competitiva. No lo recuerdo sólo porque fue la primera vez que tras un largo período de entrenamiento, tenía que mostrar mis artes frente al enemigo. Por supuesto que no, porque yo ya había competido con mis compañeros en el centro deportivo infantil. Lo que pasa es que aquel día... Aquel día era totalmente diferente. Cien personas me verían correr... ¡Y eso no es nada, pensaréis! Por supuesto que no. Cien personas no son nada como espectadores de una competición. Pero para un niño de seis años como lo era yo... eso era todo a lo que podía aspirar en aquellos momentos.

Recuerdo que en el carril contiguo había un niño de mi misma edad que sonreía sin parar a cada zancada que sus cortas piernas de niño daban. Recuerdo su sonrisa a la perfección, como si, al cerrar los ojos, todavía la viera perfectamente dibujado en su rostro... Era la sonrisa más feliz y despreocupada que jamás había visto, la más hermosa... Entonces, él me miró de reojo y me sonrió con fraternidad, como si fuéramos los mejores amigos. Pero éramos rivales y yo no entendí por qué me sonrió. Si sólo éramos dos niños rivalizados que competían por un trofeo... ¿Por qué me sonreía él y los demás niños no? Lo primero que pensé fue que era un niño estúpido.

Tropecé por su culpa, porque me despistó, y los demás niños me sacaron una ventaja asombrosa mientras, frustrado, me levantaba. Cuando alcé la mirada, lo primero que vi fue la sonrisa del chiquillo y su mano extendida hacia a mí. Creo recordar que me dijo "¡No pasa nada, vamos arriba!". Por supuesto, esa carrera la perdimos. Pero yo la perdí por mi distracción, él la perdió por compasión.

Meta tras metaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora