5. Sospechoso

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Marc


Hoy hace un gran día. Es uno de esos días que comienzan con una mañana soleada, con una temperatura ni muy fría ni muy cálida. Uno de esos días en los que te apetece salir. Y yo, calzado con mis deportivas y resguardado en mi chándal preferido, es lo que tengo pensado hacer. Salir y correr por el parque mientras Hugo se queda en casa. Normalmente Hugo sale a las doce o así para dar una vuelta, pero a mí me gusta salir a correr a las ocho de la mañana de un sábado.

Antes de salir me detengo en el espejo de mi dormitorio y me atuso mi pelo lacio de color castaño oscuro, como la madera de un roble. Mis ojos verdes, por más que trate de aparentar ser serio, siempre se muestran relajados y amables. Iván siempre me dice que van a la perfección con mi personalidad. Hombre, sería preocupante que mis ojos parecieran de otro.

Me cargo la mochila pequeña y deportiva al hombro donde llevo agua y toallas, cruzo el pasillo que comunica a mi habitación y paso por el pentágono de los cinco pasillos de nuestro cómodo piso. Aunque Hugo no lo diga, sé que este piso le resulta extraño y complicado, de muebles viejos y un poco falto de luz. Pero es acogedor, y estoy pensando en poner una chimenea... No una de verdad, eso en un piso está complicado. Una de esas artificiales que parecen reales. No me gusta mucho la tecnología, pero es que no puedo aspirar a otra chimenea. Mi abuela, que en paz descanse, tenía un campo en mitad de una montaña, en un barrio muy antiguo lleno prácticamente de ancianos, y su casa tenía una de esas chimeneas reales. ¡Me encantaba fundir el queso en su fuego! Resultaba un poco tostado y desagradable al tacto, pero sólo al principio. Hugo se venía los domingos y, aunque no lo decía abiertamente, el brillo de su mirada demostraba que era un fanático del queso. Cuando conocí a Iván me lo empecé a llevar allí, y un verano descubrimos que era un nadador excelente. Claro, los ricos padres de Iván lo habían apuntado a un club de natación infantil. Y mientras los martes y viernes nadaba en piscinas, los lunes y los jueves practicaba atletismo.

A diferencia de mis dos amigos, yo pertenezco a una familia no muy rica. Mi padre trabaja en una carpintería y mi madre hace dulces y pasteles para venderlos en los mercados navideños. Pero está bien así, me demuestran su cariño día a día. Y no sólo a mí, también a mis dos hermanas pequeñas. Una de ellas tiene ocho años y la otra seis. Son de lo mejor que hay en casa, siempre correteando por ahí y queriendo saber más. Son educadas y muy simpáticas, y las quiero mucho. Estoy muy lejos de ellas, pero de vez en cuando les mando cartas que responden con mucho gusto.

Salgo por la puerta, me ajusto las deportivas y camino pasillo adelante. En el ascensor me encuentro a nuestra vecina más mayor, y la ayudo a descargar las bolsas de la compra en la cocina de su piso. Después le sonrío y trato de negarle el poco dinero que me da por ayudarla. Pero ella insiste en que es peor negarme que aceptarlo, así que cojo esos cinco euros y me dirijo al ascensor.

Mi teléfono móvil vibra en el bolsillo de la chaqueta y lo saco para ver el mensaje de Iván que dice así:

"¡Marqui, no tardes mucho en llegar

que yo ya he llegado y la gente me está mirando raro!"

Le respondo y guardo el teléfono de nuevo en el bolsillo. En cuanto salgo del ascensor empiezo a correr hacia el parque. Me adentro en sus árboles y me limito a sentir el viento romper contra mi piel, suave y envidiable, poderoso. Y yo recibo sus caricias como el enamorado que soy de su dulzura. Mis músculos se tensan al correr y mis muslos tiemblan cuando el pie pisa el suelo. Desciendo por una pequeña cuesta y cruzo el puente de madera que da al estanque de los patos que tanto le gusta a Hugo.

Me encuentro a Iván sentado bajo la sombra de un árbol, mirando de un lado a otro como si le diera miedo que alguien lo descubriese allí.

–¡Marqui! –exclama poniéndose en pie y saltando hacia mí.

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