Prólogo

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Rumanía, siglo XV

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Rumanía, siglo XV.

¡Despertad, majestad!

Un gran balde de mohosa agua cayó sobre el inconsciente hombre. Se agitó al instante, por el brusco cambió con la helada temperatura, y miró hacia todos lados para lograr ubicarse. Las fuertes carcajadas de sus captores eran molestas; odiosas, pero sus cadenas no le permitían moverse para vengar a su herido orgullo.

Él lo sabía; lo había sospechado cuando entró a sus aposentos para descansar y ellos le miraron con terror a la cara. Los soldados de la corte; quienes hace apenas unas horas eran sus siervos más leales, ahora escupían y difamaban a su rey.

¿Qué sucede alteza? —uno de ellos sujetó en un puño el cabello del hombre y le alzó el rostro—, ¿acaso ya no sois tan poderoso ahora que portáis la cruz, monstruo?

Escupió en la tierra, justo frente a su moribundo rey, antes de propinarle una patada en el vientre y volver a reír junto a sus iguales. Tenía razón, el crucifijo de oro le quemaba la piel. En su pecho se había formado una gran cicatriz en el contorno de la cruz, haciéndole vulnerable.

Ahora era como un humano, ¡y qué débiles eran los humanos! Tan frágiles y fáciles de manipular y romper. Pero él los amaba; sí, ya que antes de ser el demonio que vivía en la noche, era un mortal.

Le debía lealtad a su pueblo, como soberano y protector, pero ellos le acababan de despreciar en este instante.

¡Venga, apilad la leña! —una gran muchedumbre obedecía a la voz resaltante, mientras el resto gritaba barbaridades hacia el apresado. Agitaban sus antorchas e incluso algún valiente tiraba piedras hacia él—. ¡Traedla aquí, la mujer del demonio!, ¡debe morir por bruja!

El rey abrió sus ojos desmesuradamente al escuchar esas palabras. Se agitó con fuerza en su sitio, en un intento de liberarse de sus cadenas, que le apresaban manos y pies. Desde algún hueco entre los ciudadanos del reino, se abrió paso un sendero, donde traían presa a un bella y delicada doncella. La mujer era, sin duda alguna, de belleza envidiable. Piel pálida y blanca como la leche, seguramente la más sedosa al tacto, haciendo que cualquier hombre suspirara por hundirse en ella. Su largo cabello castaño, con reflejos como el ámbar, llegaba hasta el comienzo de sus muslos. El rey recordaba cuando la joven hacía trenzas en su cabellera y esta ondulaba al viento, dejando en el aire el grato olor de las flores. Y sus ojos color miel; tan claros que casi superaban el dorado del sol, hacían de la reina una criatura casi exótica y felina.

Su ropa estaba sucia y jaloneada, y su tan hermoso cabello ahora era una maraña llena de barro y nudos. Dos hombres fornidos sujetaban sus delicados brazos por ambos lados de su cuerpo, y la arrastraban hacia el frente, bajo la atenta mirada de la muchedumbre enfurecida. La reina era una mujer fuerte, siempre lo había demostrado desde que se casó con su marido, pero el verle postrado frente a ella como un simple bandido le apretó el corazón.

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