Capítulo V

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—Regele meu, tatăl meu*

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Regele meu, tatăl meu*.

Los susurros de la gente inundaban el tan preciado silencio. Todos decían lo mismo, haciendo de esa frase casi como un ritual. Algunos, los más cercanos, inclinaron levemente la cabeza ante él, quien seguía con su mirada fijamente sobre mi. ¿Cuando llamaría a sus guardias para echarme del castillo? Sabía que solo era cuestión de tiempo que lo hiciera, y aún así, parecía totalmente perdido en sus pensamientos.

El señor del castillo era un hombre imperioso. Vestía un apretado esmoquin color beige, con los botones de la chaqueta abiertos para hacer visible su impoluta camisa blanca, que esta a su vez dejaba entrever su clavícula. Alrededor de su cuello colgaba una cadena de oro, cuyo cruce se escondía por debajo de la ropa. El antifaz que tapaba parte de su rostro era simplista; hecho con un neutro color plateado y decorado con dos astas ascendentes por el lado izquierdo, parecidas a dos cuernos juntos, que le daban un toque ligeramente elegante. Él tenía una mandíbula perfectamente esculpida, con una rasurada barba de pocos días adornándola. Sus labios eran desiguales; el inferior más carnoso que el superior, y aún así, inexplicablemente deseables. El cabello totalmente azabache estaba peinado hacia detrás, con unos rebeldes mechones que caían lisos hacia un lado de su rostro, dando a su imagen un aspecto enigmático e irresistible. No podía descifrar el resto de su cara, pero aún así, podía fácilmente imaginar que sería igual de imponente que la que dejaba a la vista.

Maldita sea, era un jodido Dios griego.

Bienvenidos a mi hogar, hijos míos —abrió sus manos al dar la bienvenida, al mismo tiempo que apartaba su intensa mirada de mí, dándome la oportunidad de poder respirar con normalidad de nuevo—. Sé que mi llamada fue repentina, por ello os agradezco que estéis aquí, conmigo, esta noche. Donde dejaremos que, como cada luna nueva del mes, nuestra naturaleza aflore en todo su esplendor. La fecha exacta es dentro de tres lunas más, pero lo admito, no he podido resistirme —unas suaves risas se extendieron por todo el salón—. Como siempre, deseo que disfrutéis de esta inolvidable velada —alzó su copa de vino al aire, seguido a los segundos por el resto de personas en un masivo brindis—. Buen provecho, y que la comida sea de vuestro agrado.

Bajó lentamente su copa para llevarla a sus labios, mientras sus penetrantes ojos azules volvían a posarse sobre mí. Apenas bebió de ella, solo mojó con el líquido carmesí la punta de su boca, cuando apartó el vaso y lo sujetó con ambas manos. A diferencia de él, el resto de presentes se terminaron el contenido en un abrir y cerrar de ojos, tumbando sus cabezas hacia detrás para ingerirlo de un solo trago. Tras ello, la música comenzó a sonar de nuevo en el gran salón y continuó la fiesta.

Sin embargo, ahora era diferente.

¡¿Qué mierda estaban haciendo?!
Se abrazaban entre ellos, por parejas; mujeres con hombres o del mismo género, y... la sangre.

Un río de sangre comenzaba a correr desde sus cuellos o muñecas, los lugares donde mordían. ¡Estaban jodidamente mordiendo a sus parejas! Les podía oír perfectamente chupar, lamer y tragar mientras suspiros largos y tendidos escapaban de los labios de las víctimas. Porque eso eran, víctimas, ¿verdad?

Eternity ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora