Capítulo XX

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Llegamos a una especie de mansión en mitad de la nada, donde la seguridad y vigilancia estaban bastante desarrolladas

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Llegamos a una especie de mansión en mitad de la nada, donde la seguridad y vigilancia estaban bastante desarrolladas. Habían hombres en armadura de acero y cuero por todas partes, con grandes armas en sus manos mientras protegían los alrededores y el interior.

Me guiaron hasta el interior del recinto, totalmente rodeada por el séquito que irrumpió en el hogar de Vlad, y sentí un escalofrío en la espalda al verme atrapada como un animal.

Maldita sea —gruñó Edgar a mis espaldas mientras sujetaba su muñeca torcida. Lo veía con el rabillo del ojo, pero no me atrevía a girarme por completo por miedo a su reacción—. Ese jodido cabrón... mira lo que me ha hecho —le habló a la mujer vânător que nos acompañaba—. Todo esto es por culpa de ésta pequeña perra, ¿por qué la jefa la quiere tanto? Simplemente podría haberse quedado allí y que ese monstruo se la comiera.

Cállate, Edgar.

Él tiene razón, Diane —resaltó otro de ellos de la nada—. ¿Qué tiene de especial para que la líder nos ordenara asaltar el castillo de los Drăculeşti?  Esto provocará una guerra, y todo por una simple sclav.

Tal vez algo entre sus piernas —comenzaron a reír—. Dime preciosa, ¿te sale ambrosía de ahí o algo por el estilo? Porque para tener a tus pies al líder de esos seres...

¡Callaos, joder! —exclamó la mujer, provocando que sus compañeros dejaran de hablar al momento—. Hombres...

El resto del camino fue en sumo silencio, y lo agradecí en sobremanera. Mi mente se centraba en observar a mi alrededor y en pensar en Vlad. ¿Qué estaría haciendo? ¿Será capaz de venir a por mi?

No, imposible. Se expondría al peligro; no conseguiría nada metiéndose en la guarida del lobo, y eso es exactamente lo que haría si me intentara rescatar.

¿Verdad?

Me arrastraron con ellos hasta pararnos justo frente a dos grandes portones de acero, y los guardias de la entrada las abrieron de inmediato al vernos. El interior de la estancia era un enorme despacho rodeado de luz. Había ventanas y cristaleras por todos lados, incluso el techo mismo era una gigantesca bóveda de vidrio. Las paredes estaban decoradas con extravagantes cuadros y cabezas de animales diseccionados.

En mitad de la estancia sólo había una gran mesa de madera negra, con alrededor de unas doce sillas de piel roja en ellas, y en la cabeza tres más imponentes y detalladas. Al mismo tiempo, tres personas ocupaban esos asientos mientras hablaban entre ellos, pero se callaron al instante cuando detectaron nuestra presencia.

Tragué saliva al sentirme demasiado observada. Ellos vestían largas y anchas túnicas negras que incluso arrastraban por el suelo; además, dos bandas de cuero colgaban de su cuello hasta sus rodillas, como una gran bufanda. Sus rostros estaban ocultos tras una máscara totalmente blanca, cuya única decoración era el dibujo de una cruz coronada, situada justo en su frente.

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