Me asusto cuando recuerdo el control que la sangre de demonio ejercía sobre mí. Aquél brebaje me prometía poder. Un poder suficiente para llevar a cabo la venganza que tanto ansiaba.
Tenía entonces nueve años, y no era más que una cría que, como muchos otros, admiraba fervientemente al Gran Caballero Sagrado Zaratras, y a los Siete Pecados Capitales. En mis ratos libres, jugaba con mis amigos y vecinos, e imaginábamos que eramos ellos, y que nos enfrentábamos al mal sin temor.
Pero la noticia de la muerte de Zaratras llegó a nuestros oídos, y cuando supimos que los culpables habían sido los Pecados, un odio corrosivo me invadió. Fue ese odio el que me empujó a entrenar hasta que sangré, hasta que mis padres me obligaban a entrar en casa por mis heridas, mis manos temblorosas. Pero no abandoné. Luché hasta dar todo lo que tenía, y de ese modo acabé entrando en las filas del Reino.
Escalé puestos, aumente mi poder, y conseguí ser reconocida por la gente. Pero ni así mi fuerza podía igualarse a la de los Siete Pecados, y mi odio por ellos y por lo que hicieron aumentaba cada día.
De pronto, apareció él. Hendriksen me tendió una mano, y me dijo que tenía la respuesta a mis plegarias. Me llevó a un lugar desconocido, donde una bestia descansaba. Allí, Hendriksen me tendió una copa llena. La sangre de aquél ser rebosaba en el cristal, y me dijo que si la bebía, conseguiría el poder que necesitaba.
Dudosa, cogí esa copa, y con movimientos lentos, la bebí hasta vaciarla. Entonces el fuego ardió en mi interior. Durante unos instantes temí morir, abrasada por aquel brebaje infernal. La oscuridad me devoraba, y cuando no pude más, perdí el conocimiento. Cuando lo recobré, Hendriksen sonreía, y me tendía la mano, dándome la bienvenida.
Recuerdo como el poder fluía en mi interior, y supe que podría igualar la fuerza del objeto de mi venganza, e incluso superarles si daba el cien por cien.
Pero no esperé aquél dolor, ni como mi conciencia desaparecía para dar paso a un hambriento deseo de muerte y destrucción. Quise morir, quise que todo desapareciera, y dejar de sentir aquel dolor. No recuerdo bien lo que ocurrió más tarde, pero cuando abrí los ojos, le vi a él, agarrándome para que cayese. Griamore me miraba con preocupación, y sus únicas palabras fueron que no pasaba nada, que todo saldría bien.
Solo pude romper a llorar...
Cordelia, 19 años, Nanatsu no Taizai