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Una reuniónMe inclino hacia delante y vomito en la enorme papelera cromada. Mi estómago se contrae como un limón exprimido hasta dejarlo seco. La oleada de sangre en mi cabeza hace que el tiempo se detenga a mi alrededor, y que solo exista este borde frío metálico en el que me apoyo hasta que logro respirar con normalidad.
-¿Estás bien, Simon? -dice Tom.
El contacto de la mano de mi amigo en el hombro es tranquilizador, reconfortante. Al menos hasta que asiento. Entonces me agarra de la camisa y tira de mí hacia atrás, intentando enderezarme. Tengo que apoyarme en la pared para conseguirlo, porque Tom es un palmo más bajo que yo y pesa veinte kilos menos.
-Pues recomponte, por lo que más quieras. Hoy nos los jugamos todo, grandullón -dice, haciendo un gesto a la recepcionista a su espalda. Trato de meter más aire en los pulmones, absorbiéndolo a bocanadas largas y descompasadas.
-Quizás habría que aplazar la reunión unos días. Depurar unas cuantas variables, darle a LISA un nuevo...-Dios, te huele el aliento a baño de discoteca -dice Tom, arrugando la nariz-. No, no vamos a retrasar nada, porque este tío no volverá a Chicago hasta el año que viene, y para entonces estaremos en la calle, pidiendo debajo de un puente o algo peor. ¿Sabes lo que me ha costado conseguir esta cita? Vas a entrar ahí, vas a enseñarle esa puñetera maravilla que has diseñado, y vamos a ser ricos.
Tom tiene razón, por supuesto, aunque no quiero reconocerlo. No reacciono demasiado bien a la presión ni a las interacciones sociales, ni siquiera a estar cerca de otras personas. Me gusta la soledad. Una vez fui a una psicóloga para hablarle de la ansiedad, los sudores fríos, las náuseas y los mareos que sufría en presencia de otros, y ella me dijo que yo solo creía que prefería estar solo porque nunca había dejado de estarlo. Que mi pretendida preferencia por el aislamiento era una racionalización.
Tenía un cuenco repleto de caramelos de mora encima de la mesa, y yo no podía quitar la vista de ellos mientras ella decía aquellas palabras que revolvieron mis esquemas mentales más de lo que me hubiese gustado. En cuanto sacó el tema de mi hermano, me alegré de tener una excusa para levantarme y dejar el tratamiento. Como quedaban diez minutos para que se cumpliese la hora, me llevé un puñado de aquellos caramelos de mora.
Tengo la mano enorme, y aún recuerdo la cara de consternación de la psicóloga cuando su nuevo cliente y tres cuartas partes del cuenco de caramelos desaparecieron por la puerta.
No permito que nadie me hable de mi hermano Arthur. Nunca.
Consigo rehacerme, con un último empujón de Tom. Esquivo un rebaño de pufs de colores chillones que invitan a permanecer en pie y me acerco a la recepcionista. Asiática, sonriente, excesivamente maquillada, con el pelo recogido en una coleta tan tensa que duele a la vista, comanda un escritorio fabricado en resina y cristal que avergonzaría al puente de mando de la Enterprise.
-Siento que haya tenido que ver eso. La chica suelta una risa cómplice.
-No se preocupe. Es el cuarto al que veo vomitar en la papelera, y solo llevo dos semanas en este trabajo.
Me alarga una caja de pañuelos de papel y yo tomo un puñado, agradecido.
-Seguro que nadie le avisó de que tendría espectáculo gratis cuando le dieron el empleo. ¡El desfile de los pedigüeños! -Sé lo que supone ver al gran jefe para ustedes, cerebritos. Hay algunos que llegan incluso con una camiseta con el logo de nuestra compañía, queriendo congraciarse con él. Esos ya sé que no van a pasar de los tres minutos.
-¿Así que la famosa historia del reloj de arena es cierta? Ella se encoge de hombros, como si hubiese hablado demasiado.
-Escuche, parece usted un buen tío.
Firmen sus ADC y les acompañaré a un sala de reuniones, así podrá refrescarse un poco.
Me muestra una pantalla táctil con un texto larguísimo lleno de puntos y de cláusulas legales, anexos y parafernalia de abogados. Ni me molesto en fingir que lo leo y estampo mi firma con el dedo índice al final del documento. No sé si he firmado un acuerdo de confidencialidad o he vendido mi alma a Infinity. Para el caso es lo mismo. Con todo lo que saben estos tipos de mí -de cualquiera de nosotros, en realidad- es como si fueran ya mis dueños.
Tom se acerca trayendo su maletín de cuero y mi bolsa de mensajero, firma también en la pantalla y un par de paneles de vidrio se abren para darnos paso al paraíso. Hace una década, cuando terminé mis estudios de Ingeniería Informática, hubiese dado cualquier cosa por entrar en la sede de Infinity, por formar parte de aquel equipo, por conocer algunos de sus múltiples secretos. Aquella era la más
pequeña de las sedes de la compañía, y aun así gozaba de todas las comodidades que la habían convertido en la empresa más codiciada por los jóvenes graduados de América: aperitivos y refrescos gratis a cualquier hora, un comedor dirigido por un chef digno de un restaurante de cinco tenedores, salas de descanso, gimnasio... Todo ello lo vemos al pasar, sin que la recepcionista haga el más mínimo esfuerzo por explicarnos nada. Nosotros venimos a pedir dinero, por lo que no nos merecemos la habitual visita guiada que seguro que estará harta de repetir.
Yo agradezco su desidia. El Simon que hubiese matado por entrar allí ya no existe. Años de llamar a una puerta tras otra para conseguir una oportunidad han acabado con él, aumentando su fobia social hasta convertirle en el ermitaño de metro noventa y cien kilos de peso que ahora camina por los pasillos de un paraíso deslucido.
Tom Wilson, mi abogado y mejor amigo -un recuento objetivo diría que el único-, es todo lo contrario a mí. Es menudo, pelirrojo, de ojos vivaces, inagotable. Siempre tiene una sonrisa y una palabra amable para cualquiera con el que se tropiece. Si buscas «encanto superficial» en Wikipedia, aparece una foto suya. Mientras pasamos junto al comedor, nos cruzamos con una chica atractiva, de grandes gafas de pasta, camiseta desgastada de la Rana Gustavo y vaqueros ajustados, que lleva una bandeja con ensalada, una botella de agua y una manzana verde. Tom le arrebata la manzana al pasar, le pega un mordisco y le guiña un ojo a la chica.
Si yo hubiese hecho eso habría logrado una llamada a la policía y una orden de alejamiento, pero Tom consigue una carcajada de sorpresa y una enorme sonrisa que se prolonga tanto como tarda
Tom en perderse de vista por la primera esquina por la que nos conduce la recepcionista.
Cuando se da la vuelta, se encuentra con mi mirada de envidia mal disimulada. Le odio.
-Te odio -le digo, solo para dejárselo claro.
-Vamos, Simon. Alegra esa cara.
Tienes que estar de buen humor para nuestro anfitrión.
Me arroja la manzana a la que le ha arrancado un único, redondo y enorme bocado, una parodia del famoso logo de Apple. Yo manoteo desesperado para agarrarla sin dejar caer mi bolsa, pero no lo consigo, y manzana y bolsa terminan en el suelo.
La recepcionista se da la vuelta y me sacude con una mirada de reprobación mientras intento recoger los pedazos de manzana de la moqueta. Da la impresión de que se arrepiente de haberme tratado amablemente antes, y nos señala una sala de reuniones con gesto gélido.
-Esperen aquí, e intenten no ensuciar demasiado.Como siempre, Tom se divierte y yo termino pagando el pato. Le aparto a un lado y entro en la habitación, buscando una papelera donde arrojar los restos del desaguisado.-No te enfades, hombre -dice Tom -. Todo va a ir bien, ya lo verás. A esta gente le gusta la espontaneidad. Yo suelto un bufido exasperado.Tengo los dedos pegajosos por el zumo, que me gotea entre los dedos, y la respiración se me va acelerando.Zachary Myers, el dueño y fundador de Infinity, la persona a la que he admirado y querido conocer desde que yo era un crío que instalaba su primer y revolucionario sistema operativo, está a punto de llegar y yo de estrechar su mano con mi enorme manaza pringosa. Doy vueltas a mi alrededor, sin encontrar ningún sitio donde deshacerme de la fruta destrozada.La sala está pintada completamente de blanco, la mesa está fabricada en una sola pieza de algún material sintético y con cada una de las dieciséis sillas que la rodean yo habría podido pagarme un año de universidad. Pero no aparece una papelera por ningún sitio. Termino desistiendo y meto los restos en el lateral de mi bolsa de mensajero, en la redecilla donde debería de colgar la botella de agua. Odio el olor a manzana y odio a Tom por arruinar mi bolsa favorita, que tiene el tamaño justo para que quepa mi portátil, y es una de las pocas con la bandolera lo bastante larga como para rodear mi enorme corpachón, sin parecer una bufanda, como las otras.-Oye, tío, ¿por qué no lo has echado en esta papelera? -dice mi amigo, señalándome una rendija en la pared. Al presionarla, una sección se desliza hacia fuera, tarde para salvar mi bolsa, pero a tiempo de que mi cabreo con Tom alcance el punto de ebullición. -Se acabó. Nos vamos de aquí. No pienso presentarme ante Myers así - digo, recogiendo la bolsa y dirigiéndome a la salida. Tom me sujeta del antebrazo. -Calla y siéntate. ¿A que ahora estás mejor? ¿Han desaparecido las náuseas? Me paro cerca de la puerta, de cristal grueso como un puño, y me doy la vuelta hacia él. No puedo evitar sonreír. El muy cabrón ha montado todo este numerito para que me olvidase de mi ataque de ansiedad y me centrase en sus tonterías, algo que parece haber funcionado. -No la cagues en la prueba, ¿vale? No quiero que te pase como... Le hago un gesto para que se calle y señalo con los ojos a la diminuta semiesfera de cristal en un extremo de la habitación, seguramente la cámara que utilizan para videoconferencias, que sin duda Myers usará para grabar nuestra reunión, si es que no está en marcha ya.En Infinity no se han caracterizado nunca por respetar la intimidad de los clientes que emplean su motor de búsqueda, sus aplicaciones de correo electrónico o sus dispositivos electrónicos. Celebridades de todo el mundo han sido víctimas de su falta de escrúpulos en el pasado, la última vez unas semanas antes con una enorme filtración de fotografías eróticas de gran número de famosas que guardaban en la nube de Infinity recuerdos de sus acrobacias en la cama.Infinity ofreció unas pobres excusas acerca de un poderoso ataque de un grupo de piratas informáticos, pero aquello apestaba a que alguien se había dejado abierta una puerta de atrás, una entrada secreta que daba acceso a los datos de todos los clientes que almacenaban sus datos personales en los descomunales servidores de Infinity.
A partir de ahí, solo había que teclear el nombre de la persona en cuestión y ver si había sido travieso con su pareja o con alguien más.
Todo sistema tiene una puerta de
atrás, y si no respetas la intimidad de tus clientes lo bastante como para
protegerla, dudo mucho de que no vayas a transgredir la privacidad de los humildes dueños de una start-up que vienen a pedir dinero a tus propias oficinas.
Tom me comprende de inmediato, me guiña un ojo y arranca una perorata sobre un ligue, una farmacéutica que trabaja en la calle Main, y de la increíble cena que tomaron ayer en un restaurante griego cerca de su casa.
Estoy convencido de que se inventa la mitad de los detalles, de que es una actuación de cara a nuestros anfitriones, pero aun así siento envidia de él y de su capacidad para entablar contacto con otros seres humanos. Estoy perdido en mis pensamientos, escuchando a medias a Tom, cuando un carraspeo junto a la puerta nos pone a los dos en pie.
Detrás de nosotros, aparecido casi de la nada, está el único hombre que puede salvar nuestra empresa de la ruina.