ÚLTIMO ERROR - 1 Una despedida

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Hubo mucho follón, después de eso. Pasé un tiempo internado. Los mejores tres días de mi vida. Rodeado de enfermeras que me limpiaban las heridas, comiendo pizzas que me traía Arthur de contrabando y leyendo cómics. Con un policía en la puerta por si los matones de Boris Moglievich decidían vengarse de la muerte de su jefe, pero no fue el caso.
Todos los empleados de la empresa vinieron a verme, encabezados por Marcia —quien me ha dejado claro que puedo tomarme todo el tiempo de descanso que necesite después de una experiencia traumática—. Trajeron globos, sonrisas, un pastel de chocolate con la frase SENTIMOS HABER PENSADO QUE ERAS UN ASESINO escrita en merengue, y bastante ruido.
Todos comprendían, por fin, lo que había pasado.
Yo me alegré de verles, pero estaba deseando que se fueran. Me estaba meando antes de que apareciesen, y no iba a permitir que Marcia me viese el culo a través de la raja de la terrible
bata verde. Así que esperé, intentando no pensar en el baño a pocos metros, ni fijarme en los tragos que la chica de contabilidad le daba a la botella de agua.
—Gracias por devolver el millón novecientos noventa mil dólares que robaste —me dijo—. Los otros diez mil los sacaremos de tu sueldo. Infinity no presentó cargos por desfalco. Es difícil enfadarte con un héroe que acaba con un jefe de la mafia rusa —incluso de una forma tan indigna como aplastarle bajo tu propio peso—. Irina, sin embargo, sí que estaba enfadada, aunque no dijo nada. Ella tuvo que pasar mucho más tiempo en el hospital que yo, la mayor parte de él con unas esposas que la ataban a la cama, cortesía del detective Freeman. Cuando estuve lo bastante recuperado para ir a verla, me pidió un boli de esos que tienen la punta intercambiable. Tan pronto se lo llevé, se quitaba las
esposas ella sola cada vez que tenía ganas de hacer pis. —Esto no es serio —dijo el detective Freeman, cuando apareció para tomarle declaración por sexta vez y nos encontró a los dos caminando por el pasillo. —Si quisiera huir, no me atraparían —dijo ella, arrastrando el gotero con ruedas y la muleta, de vuelta a la habitación.
—Estoy seguro de ello —respondió Freeman, muy serio. Ni el FBI ni el Departamento de
Policía de la ciudad de Chicago presentaron cargos contra nosotros. El testimonio de Irina fue determinante par acabar con la red de blanqueo de dinero de la Mafiya, y muchos negocios que antes pertenecían a las sociedades fantasma de Moglievich se cerraron.
Hubo muchas detenciones.
Nada de todo esto es realmente importante.
Lo único importante es que ella se marcha.
—Quédate conmigo —digo, y me siento estúpido al decirlo. Se suponía que iba a ser un adiós adulto. Un reconocimiento maduro de nuestro propio crecimiento personal. El héroe regresa al hogar con la recompensa, con una nueva y dilatada visión del mundo que le permite ser, de ahora en adelante, dueño de su destino.
Solo. El héroe regresa, solo. No nos olvidemos de eso.
—No puedo quedarme, Simon —dice ella, meneando la cabeza. Se ha cambiado el peinado, ahora luce una media melena terminada en pico, que camufla su oreja perdida, y está más guapa que nunca—. He de volver a casa. ¿Qué casa? El aeropuerto está abarrotado.
Estamos en la cola en la que un cansado policía escudriña los pasaportes uno por uno. Amantes se besan por última vez, de forma apasionada. Huele a viaje, a despedida y a la nube tóxica que emana de la sección de perfumería de la tienda.
—Creía que me querías.
Sus ojos tristes me dedican una mirada, y yo creo ver algo distinto en ellos. Sigue habiendo fantasmas oscuros agitándose bajo el hielo verde, pero ahora no parecen tan inquietos. Quizás es mi imaginación, pero la vieja cicatriz de su rostro parece más tenue.
—Te quiero, Simon. Pero no sé cómo. Y no puedo quedarme a averiguarlo. No soy de las que esperan a que vuelvas de trabajar mientras friego la cocina.
—La cocina ardió. Tú la quemaste.
Junto a la mitad de mi casa, mi pelo y mis cejas. La estantería de las manzanas, por desgracia, sobrevivió.
Irina sonríe y me toca la barbilla con la mano, levantándome la cabeza.

—Volveré a Ucrania. Hay un par de nombres en mi lista que siguen necesitando una visita.

—¿Y después? —Después... aprenderé a vivir — dice, alargándole el pasaporte al policía. Nunca antes había escuchado miedo en su voz. Pero en esa última frase lo había. La entiendo a la perfección, porque durante toda mi existencia he estado asustado de vivir. Voy a decirle que podemos aprender juntos, pero ya es tarde. Ya ha pasado el filtro de seguridad y agita la mano antes de desaparecer camino de las escaleras mecánicas.

Me quedo aún un buen rato mirando el punto por el que ha desaparecido. No puedo quitarme una frase de la cabeza.
Te quiero, Simon. Pero no sé cómo. Y no puedo quedarme a averiguarlo.
¿Qué había dicho Irina una vez, cuando le pregunté si me quería? Dijo que no se ama por corresponder. Dijo  que amar es necesitar.
Bueno, yo creo que puedo enseñar un par de cosas sobre necesidad.
Voy sacando la tarjeta de crédito mientras renqueo hacia la azafata que hay tras el mostrador de venta de billetes de Aeroflot. Asiática, sonriente, excesivamente maquillada, con el pelo recogido en una coleta tan tensa que duele a la vista. Juraría que la he visto antes. Me sonríe cuando me ve acercarme y luego noto cómo se fija en mi brazo en cabestrillo, en mis cejas inexistentes, en los labios hinchados y en la rigidez de mi forma de caminar.
La sonrisa solo le tiembla un poco.
Es una profesional consumada.
—¿En qué puedo ayudarle, señor? Yo también sonrío, mostrándole que me faltan un par de dientes, para terminar de asustarla. Nos miramos los dos, en silencio, y el momento se prolonga hasta resultar incómodo para ambos. Parpadeo una vez. Dos veces.
—En realidad, en nada.
Salgo a la calle, abriéndome paso a codazos entre los que se despiden. El sol se oculta a lo lejos, en uno de esos atardeceres multicolores de Chicago. Cuánto le debe Instagram a la contaminación. En el cielo, una gaviota, solitaria, se dirige hacia el Este.
A ella tampoco la sigue nadie.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora