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Una visita

Les veo llegar mucho antes de que

llamen a la puerta.

La luz del amanecer ha roto de índigo

en naranja, y la sombra de la casa ya

empieza a mostrar unos bordes

definidos. Salvo ocasionales visitas al

baño —y a la cocina para tomar una lata

de Coca-Cola tras otra—, no me he

apartado de la ventana desde la que se

ve nuestro césped y el camino de

entrada al garaje. No recuerdo gran cosa

de lo que he pensado en todo este

tiempo. Creo que sobre todo he leído los

ingredientes del refresco varias veces,

intentando memorizarlos. Siempre se me

olvida el ácido fosfórico.

No estoy arrepentido de lo que he

hecho. No creo estarlo. Tal vez si

volviese a la noche de ayer las cosas

serían distintas, quizá no habría hecho

esa llamada. Pero sin duda no me

arrepiento. Era necesario resolver el

problema, y lo hice. Por responsabilidad

hacia mí mismo y hacia mis empleados.

No sé por qué he aguardado en pie,

esperando a que algo sucediese. La

incertidumbre es un camino circular,

plagado de incógnitas sin fondo en las

que precipitarse. Creo que asumía

erróneamente que mi acción produciría

un resultado visible, apreciable a simple

vista. Quizás una llamada de teléfono, o

quizás el regreso de ella para hacer las

maletas y marcharse a toda prisa.

Claro.

Cuando pasa su hora de volver a casa

y no ha vuelto, sé que ha ocurrido algo,

y siento un inmenso alivio, que sirve

solo como humillante recordatorio de

que Irina me da pánico. En parte por lo

de ser una asesina, supongo, pero no es

solo eso. Es su condición lo que me da

miedo. Cuando has vivido toda una vida

bajo el dogma de que no habrá nadie,

nunca, y resulta que alguien aparece, el

miedo a estar solo se vuelve aún más

terrible. Al depositar en otra persona la

posibilidad de devolverte a esa soledad

con la que has convivido como una

odiosa compañera de juegos, dejas de

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora