Un edredón
Recibo a los detectives Freeman y Ramírez —y a los otros seis integrantes de su amable equipo— en albornoz, sin nada debajo. Ya no es solo por la prisa que me ha llevado ir a abrir la puerta antes de que la echaran abajo, es una declaración de intenciones. Ya que no me han dejado terminar, por lo menos que quede claro que han interrumpido algo. Irina, más inteligente, va a su habitación a ponerse ropa de abrigo, porque nos toca esperar fuera mientras un grupo de extraños con caras hostiles dejan patas arriba nuestra intimidad.
—Debería ponerse algo —dice Freeman, cuando me ve sentarme en el porche así.
—Estoy perfectamente —respondo, aunque al relente de la madrugada puedo ver mi aliento. El viento sopla del lago, helándome las pantorrillas desnudas.
Está a punto de amanecer.
Irina pide permiso a los agentes para buscar una manta, y acaba bajando con el edredón y envolviéndome en él.
Menos mal que aún es temprano y los vecinos no se han levantado para contemplar mi ridículo.
—¿Se puede saber qué coño están buscando? —digo, sin molestarme en disimular la irritación.
—Un revólver del .38 registrado a nombre de su padre, como posible arma mortal en el homicidio de Tom Wilson —dice Ramírez, esgrimiendo la orden firmada por el juez, antes de volver adentro.
—Le pedí que colaborase, Simon — me reconviene Freeman—. Por desgracia hemos tenido que acelerar las cosas.
—¿A las cinco de la mañana? —Tenemos nuestras razones.
No añade nada más. Ha pasado algo desde que hemos salido de la comisaría, pero no tengo la menor idea de qué es, y Freeman no está por la labor de explicármelo. Parece agotado. Grandes bolsas cuelgan de sus ojos, como hamacas vacías. Ha cambiado su elegante atuendo por una chaqueta azul con grandes letras amarillas. Se tiene que estar congelando aquí fuera, y me alegro mucho.
Podría decirles dónde está la pistola y acabar con esto, al fin y al cabo es mi culo también el que está aquí fuera, pero me parece mucho más divertido tenerles dando vueltas inútilmente.
De pronto veo a los tipos de las linternas entrar en el garaje, apuntando sus haces de luz al suelo de cemento, y ya no me parece tan buena idea lo de hacerles esperar.
—Ramírez —dice una voz desde dentro—. He encontrado algo.
Será la mancha de sangre. Una mancha grande y bastante sospechosa, que puede dar lugar a preguntas cuya respuesta no quiero conocer. Retuerzo las manos debajo del edredón.
Ramírez se asoma a la puerta del garaje desde dentro y mira hacia nosotros. Parece que va a llamar a su compañero.
Tengo que sacarles de ahí.
—Les ahorraré que sigan ensuciando mis alfombras, detective Freeman. La pistola está en mi cuarto de baño, en el mueble del lavabo.
Irina me mira de forma extraña, pero no dice nada.
Freeman llama a uno de sus subordinados, que vuelve al cabo de un rato con el arma metida dentro de una bolsa de plástico.
—Mis huellas estarán en el mango, supongo.
—Culata, señor Sax. Se llama culata —dice Freeman, cogiendo la bolsa con gesto de triunfo.
La abre y olisquea su interior. Ha sido un detalle que lo haya hecho a pocos pasos de mí. La cara de decepción que pone es un regalo de Navidad anticipado.