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Una lección

Mientras LISA hace la búsqueda, yo miro a mi alrededor, esperando que se desate una tormenta de rayos y relámpagos que aparezca un jorobado bizco llamado Igor arrastrando los pies, o que alguien diga algunas de esas frases brillantes que se dicen cuando se emplea la ciencia para el mal. Pero aparte de las humedades de las paredes, del gorgoteo de la caldera y de un póster medio rasgado de Bruce Springsteen estoy completamente solo.
Que es por lo que estoy haciendo esto desde el principio.
-Búsqueda. Finalizada. Simon Encontrados. Cinco. Resultados -me avisa LISA, a trompicones.
- ¡Está vivo! ¡Está vivo! -grito, solo para continuar la tradición de los genios chiflados.
La búsqueda es bastante decepcionante. Tres de los resultados encontrados por LISA tienen idéntica foto de perfil y no son reales, a no ser que Scarlett Johansson esté buscando marido desesperadamente. Al fin y al cabo, de eso viven las páginas de contactos. Una ínfima parte de las personas que se registran son mujeres - a pesar de que ellas se dan de alta gratis -, y los administradores tienen que crear miles de perfiles falsos como cebo para que solitarios con pocas luces suelten la pasta.
El cuarto resultado es una mujer atractiva que posa en biquini y mordiéndose el pulgar. Algo en ella me da muy mal rollo y la descarto enseguida.
El quinto, sin embargo... -¿Has visto, Bruce? -le pregunto al póster de la pared. El Boss no suele responder, está siempre ocupado en su guitarra y en anunciar su concierto en el United Center, 25 de septiembre de 2002. El mejor concierto de la gira The Rising, espectacular. Dicen. Yo no estuve, robé el póster del tablón de anuncios de la universidad para fingir que tenía una vida-. ¿Qué dirías de esta chica? La mujer del último resultado no se parece absolutamente nada a Elizabeth Krapowski, más allá de que tiene el pelo rojo y la piel muy clara, casi tanto como la pared blanca contra la que serecuesta. Sus rasgos, algo asimétricos, son afilados, de pómulos marcados y labios generosos. Podría pasar por guapa en cualquier parte, sin ser espectacular, si no fuera por sus ojos. Los ojos son algo de otra dimensión. Si tengo que asignarles un color, diré el verde. Si tengo que asignarles una característica, diré intensos. Pero no hay manera de describir la fuerza de esa mirada, la tristeza serena que transmiten. Bajo el ojo izquierdo, una fina línea llega hasta la mitad de la mejilla. La cicatriz es larga y antigua, pero no afea el conjunto, al contrario, aporta una energía singular, casi inquietante. Dentro del pecho, algo empieza a botar sobre mi diafragma, como un pitufo sobre una cama elástica electrificada. Me echo hacia atrás en la silla, sin poder apartar la vista de la foto e intento respirar con calma. No tengo ni idea de si estoy enamorado, porque nunca había sentido esto antes. Lo que sí sé es que estoy jodido. Voy a la pila del viejo lavadero de cemento que hay al lado de la caldera, me echo agua fría en la cara, ignoro la que cae sobre mis zapatos, vuelvo al ordenador y hago click en el enlace del perfil de la chica de ojos tristes. Se abre la web, y comienzo a leer. Se llama Irina E. Tiene veinticuatro años y un máster en Administración de Empresas. Vive en Kiev y le gusta la danza, la música y las películas antiguas. Mide un metro setenta y tres, no fuma, no bebe. En la casilla Desea hijos ha marcado Te lo diré después. Eso es todo. Si quiero saber más sobre Irina E, ver más fotos de Irina E o comunicarme con Irina E, debo darme de alta en la página, introducir los datos de mi tarjeta de crédito y firmar con sangre en la línea de puntos, me informa una amable ventana emergente. -Hombre, haberlo dicho antes - digo. Cierro el navegador, bajo la tapa del portátil, me pongo de pie, indignado. Seis segundos después me siento, levanto la tapa del portátil, vuelvo a abrir el navegador, abro la última ventana cerrada, hago clic en «Registrarse» y escribo todos mis datos, introduzco el número de mi tarjeta de crédito -por suerte hay algo de saldo después de la inyección de dinero de Infinity- y sí, claro que quiero darme de alta por solo 99,95 dólares. Nada más apretar el botón de enviar, una extraña sensación de vacío de indeterminación, se apodera de mí. Si no la has sentido nunca, no puedes entender lo que me está pasando, pero, si la has sentido, sabrás lo terrible que resulta descubrir que no eres completamente dueño de tus actos, como si fueras una marioneta de ti mismo. La razón sigue enviando mensajes de alerta con la fuerza de la sirena de un submarino, pero tus manos pertenecen a un sistema completamente desconectado y autónomo, con su propia hoja de ruta, precisamente en uno de esos momentos en la vida para los que hay un antes y un después. Nunca he jugado al póquer, pero ahora imagino lo que siente un ludópata cuando se apuesta la casa, el coche y el fondo para la universidad de los niños a una sola mano llevando una pareja de treses. ¿Qué demonios estoy haciendo?¿Y por qué no puedo dejar de hacerlo? La bandeja de entrada del correo electrónico me confirma que mi pago se ha aceptado y de que ya estoy registrado. Yo vuelvo a la página de Irina, y entro con mi nueva clave y mi contraseña, deseoso de saber más cosas de ella. No hay más fotos, ni más información. Solo lo que había visto antes. Empiezo a temer que el perfil de Irina es falso, que no voy a saber nunca qué historia hay detrás de esos ojos tristes y verdes, y experimento una mezcla de alivio y decepción. -Acabas de recibir una importante lección, Simon. Por solo 99,95 dólares. Anoto mentalmente que mañana por la mañana tendré que dar de baja la tarjeta de crédito, antes de que un pirata ruso se hinche a vodkas en la plaza Roja a mi costa. Si es que parezco imbécil. Que un palurdo que no sabe ni enchufar un USB se deje engañar por un timo semejante tiene un pase, pero que sea precisamente yo... Voy a cerrar todo e irme a la cama, cuando me fijo en un botón bajo la foto de Irina que ahora está habilitado. Alguien que no soy yo pero que usa mis manos decide pinchar en el sobrecito junto a las letras ENVIAR MENSAJE y escribe: Hola, ¿cómo estás? Me llamo Simon Eso la conquistará, sin duda. Bravo, Simon. No tengo tiempo de calcular qué hora será en la Europa del Este, ni siquiera de preguntarme cuánto tardará en responderme, porque casi al instante aparece un círculo rojo en mi bandeja de entrada. La chica de ojos tristes ha contestado. Chkalova, Ucrania Una granja al pie de los Cárpatos Octubre de 1999 Cuando Mama comenzó a gritar su nombre, la niña colgaba de la rama del viejo roble, sujetándose solo con la punta de los dedos. Tan solo con haber girado la cabeza unos centímetros por encima de su hombro derecho, podría haber visto el todoterreno, detenido en la última curva del camino que conducía hasta el caserío. En los largos años y en las pesadillas interminables que vendrían después, ese detalle se magnificaría en su memoria y le asignaría una importancia descomunal. Si hubiese mirado, si hubiese bajado hasta el borde del camino, si hubiese atisbado desde la linde del bosquecillo, si hubiese corrido a avisar a su padre... Pero ella era solo una niña de ocho años, concentrada en su juego. Setecientas once. Setecientas diez. Setecientas nueve. Contaba mentalmente hacia atrás, muy despacio, dejando entre cada número el tiempo de una respiración lenta, sin hacer trampas casi nunca. Oksana le había enseñado el juego el verano anterior, cuando consideró que era lo bastante fuerte como para poder resistir el tiempo suficiente para que fuese divertido y lo bastante lista como para saber cuándo había que rendirse. -No aprietes los dedos, aprieta el brazo -le dijo la primera vez que ella se cayó y aterrizó llorando sobre el terreno pedregoso-. Los dedos se irán soltando poco a poco, pero no hagas caso. Tú aprieta aquí. Aquí era la zona justo encima del codo, donde había un músculo que ella ni sabía que existía. Oksana le dijo que se llamaba cubital anterior, y que era lo que confería fuerza a la mano. Oksana sabía esas cosas porque quería ser médico y estudiaba de memoria los diagramas del libro de ciencias de la escuela. Setecientas. Seiscientas noventa y nueve. Seiscientas noventa y ocho. Con el paso del tiempo, la niña fue notando que el músculo empezaba a sobresalir, a volverse más duro, y aprendió que podía concentrar todas las energías de su cuerpo en ese punto y dejar la mente en blanco. -Cuenta hacia atrás desde mil -le había dicho Oksana-. Si aguantas hasta cero colgada de la rama, te daré un regalo. No le había dicho qué regalo era, y eso era lo que a la niña más le había motivado. Mientras hacía las tareas de la casa, imaginaba qué podría ser.Quizás uno de los collares de cuentas de madera que a Oksana le gustaban tanto. La niña no tenía ninguno, pero su hermana le prestaba uno de los suyos cuando bajaban hasta Rakhiv los jueves, el día de mercado, en busca de gasolina para la motosierra de Tato, azúcar, vodka y medicinas para los cerdos. La niña se apretujaba entre Oksana y Tato en el asiento delantero de la vieja camioneta e iban escuchando música en la radio. A veces sonaba una canción que a Tato le gustaba y entonces bajaba un poco el volumen y cantaba entre dientes, dando golpecitos en el volante al ritmo de la música. Su padre tenía una voz preciosa, grave y serena. Cuando cantaba, a la niña se le ponía la piel de gallina y tenía ganas de llorar de felicidad. Mientras el granjero compraba las provisiones, Oksana y su hermana curioseaban en el quiosco de la plaza Lenina. Cuando hacía buen tiempo, la anciana dueña se sentaba en una silla de tijera, a la sombra de la estatua del viejo revolucionario ruso. La perilla de la estatua quedaba perfectamente dibujada en el suelo, como una flecha oscura en los adoquines, y la anciana se entretenía arrojando migas de pan justo en ese punto para que las palomas las picoteasen. Oksana siempre se probaba varios de los collares que la quiosquera tallaba con sus manos nudosas, le preguntaba a la niña cuál le quedaba mejor y ella respondía siempre basándose en sus propios gustos, pensando egoístamente en el día en que su hermana se los prestase. Ella también tendría pronto uno de aquellos collares. Costaban nueve grivnas los sencillos y once los de doble vuelta, los que tenían bolitas de cristal azul. La niña ya guardaba siete grivnas y trece kopeks bajo el tablón suelto que había en una esquina de su habitación. En su octavo cumpleaños, Tato le daría dos grivnas, y aún le sobrarían unos pocos kopeks para comprarse una de las enormes piruletas moradas que la anciana exhibía junto al estante de las postales. Seiscientas sesenta y cuatro. Seiscientas sesenta y tres. Seiscientas sesenta y dos. Había descubierto que un suave balanceo -sin apenas moverse, meneando imperceptiblemente los tobillos- le permitía resistir más tiempo. Seiscientas cincuenta y nueve. Seiscientas... La voz de Mama volvió a llamarla, arrastrando la última letra de su nombre con apremio, como hacía siempre que se impacientaba, y la niña se soltó, resoplando de fastidio. Cuando sus dedos abandonaron el agarre, se vieron en la rama dos heridas blancas y suaves, allá donde siempre se colgaba y la oscura corteza rugosa no volvería a crecer. En cuanto tocó el suelo se dio cuenta de que tenía las pantorrillas heladas, y corrió para desentumecerse, moviendo mucho los pies hacia los lados dejando que la hierba alta que había tras el establo le hiciese cosquillas en la piel desnuda. Varios saltamontes, molestos por su intrusión, cruzaron el estrecho camino de grava a su paso como fugaces balas marrones en busca de paz, y la niña rio, pues ella golpeaba indistintamente a ambos lados. -¿Es que estás sorda? Su madre estaba asomada al porche trasero, con medio cuerpo fuera de la puerta, limpiándose las manos en un trapo que antes había sido una bonita blusa de flores. -No, Mama. -Pasa rápido, que hay mucho que hacer -dijo ella, y abrió la puerta del todo para que entrase. Al pasar por su lado, la niña pegó un salto e intentó darle un beso en la mejilla, pero solo le alcanzó el hombro. La madre, ablandada, desfrunció un poco el ceño -lo justo para que su hija no se relajase- y le gritó una lista de tareas mientras iba a atender el puchero donde burbujeaba el borshch. El olor delicioso a rábano y hierbas aromáticas arrancó un rugido del estómago de la niña. -¿Puedo tomar salo? -Pon un poco en un cuenco. Pero no te atiborres. No queda mucho. La niña subió a un taburete y sacó de una alacena la última cazuela de salo que les quedaba. Grasa cruda de cerdo, sazonada con ajo, del que Mama ponía la cantidad justa para que estuviese delicioso. Destapó la cazuela y vio que apenas quedaban unos restos pringosos y blanquecinos al fondo. -Usa una cuchara -avisó la madre, tarde. - ¿Cuándo harás más? -pidió la niña, mientras chupaba el dedo hasta que solo supo a dedo. -Quedan cinco semanas para la matanza. Entonces podrás tomar todo el que quieras. Contrariada, la niña, trotó hasta el aparador que había junto a la chimenea, debajo de la foto de Tato cuando estaba en el ejército. Como siempre, se paró un instante a mirar la imagen, que colgaba de la pared un poco ladeada. No era el uniforme, ni el rifle al hombro, ni la cara de su padre -sin barba y mucho más joven- lo que le llamaba la atención, sino la gorra que le cubría la cabeza, protegiéndola del sol abrasador, hasta dejar solo una franja de sólido marrón oscuro en el lugar donde debían estar los ojos. Ella, que siempre tenía frío, soñaba con ir algún día a un sitio donde el sol te calentase tanto que no hiciese falta usar tres mantas en primavera. Un sitio cálido como Fnistán, pero no Fnistán. Su padre solo hablaba de aquel sitio después del tercer vaso de vodka, e incluso la niña sabía que no era un buen lugar. Abrió el aparador, sacó el mantel y los platos, y se dirigió a la mesa del salón, que estaba abarrotada por los libros de texto y los cuadernos de su hermana. -No hagas tanto ruido -le dijo Oksana-. Estoy estudiando. -Vamos a cenar ya. Sin quitar la lista del libro, Oksana señaló con el bolígrafo hacia fuera, hacia la parte delantera de la casa, donde la moto sierra de su padre seguía el ulular intermitente -ronco, agudo, ronco, agudo- que anunciaba el invierno. La leñera estaba casi a rebosar, pero Tato había dicho que este año las nieves llegarían antes, y quería estar listo. La niña, viendo que su hermana no iba a ayudarla, comenzó a colocar el mantel por el único extremo libre, pero enseguida encontró que no había forma de avanzar. Tuvo que dejar los platos sobre una silla. -¿Tienes que tener todos los libros abiertos a la vez? Oksana se encogió de hombros, mordisqueó un poco el capuchón del bolígrafo y se recogió un mechón pelirrojo que le caía sobre la frente sin levantar la cabeza. Era muy guapa, todo el mundo lo decía. Desde hacía unos meses, todos los chicos del pueblo se daban codazos cuando ella pasaba. La niña pensaba que, desde que le habían salido las hrudy, su hermana se lo tenía demasiado creído. Decía palabras complejas y frases tontas que no significaban nada, solo para darse importancia y para dejar claro que ella era la mayor, para poner distancia entre ambas. Le fastidiaba que la tratase como a una niña pequeña, que no jugase con ella tanto como antes, o que se creyese por encima de la obligación de poner la mesa. Pegó un tirón de la enorme tela a cuadros hasta tapar, primero los libros, y luego la cabeza de Oksana. Su hermana aulló de protesta y tiró del vestido de la niña, hasta que ambas acabaron, a carcajadas, con la cabeza bajo el mantel. - ¡Tato aún no ha acabado de cortar leña! - ¡Sí que ha acabado! ¡Escucha! La vibración de la moto sierra se había detenido, pero había algo más, un sonido que no era de los habituales en la granja. Oksana ladeó la cabeza y entrecerró los ojos, concentrándose para escuchar mejor. -Hay alguien ahí fuera. Oksana apartó de un manotazo el mantel que los cubría, y ahora la niña percibió la voz de Tato, aunque no logró distinguir lo que decía. Se acercaron las dos a la ventana del salón, curiosas, empujándose y riendo. - ¿Con quién habla? ¿Lo ves? Su padre estaba allí de pie, con el mono de trabajo y sin camiseta a pesar del frío viento que subía del valle. Sostenía la motosierra con una mano enguantada, mientras que con la otra se rascaba la parte de atrás de la cabeza. La niña no podía ver bien con quién hablaba su padre, apenas alcanzaba a ver el perfil del visitante, que parecía preguntarle algo. -Es Boris -dijo Oksana, con frialdad-. Boris Moglievich. La niña había oído a su hermana hablar con Mama de los Moglievich, un chico de Rakhiv. Solo había captado retazos de conversación, pero sabía que el chico le había gritado algunas cosas sucias desde un coche. Mama le había dicho que no se acercase a él, que se juntaba con muy malas compañías. La niña no entendía lo que significaba eso, pues a ella no le gustaba estar sola y no comprendía cómo estar acompañado podía ser algo malo. Cuando se lo había preguntado a Oksana, ella le dijo que ya lo entendería cuando fuese mayor, una respuesta que en realidad quería decir que ella tampoco tenía ni idea. - ¿Qué quiere? -Sssh. Calla. Estoy intentando oír. Oksana pegó la oreja al cristal, y quizá por eso ella no vio lo que pasó hasta que fue demasiado tarde, pero la niña sí que vio venir al otro, el que se acercó por detrás a Tato, caminando por el borde de la hierba muy despacio, por donde la tierra no crujía. El hombre de la cazadora negra arremangada, el hombre cuyos brazos estaban cubiertos de extraños dibujos. La niña lo vio y presintió que iba a suceder algo, algo malo.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora