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Una noche tranquila

Cuando vuelvo a entrar en el coche, ella ignora las vendas, el antiséptico, las gasas y los analgésicos, y va derecha a buscar un paquete naranja con letras negras.

-¿Cómo lo has conseguido? -Digamos que soy diez mil dólares más pobre.

El dependiente de la farmacia no quería vendérmelo sin receta. Tuve que inventarme que nos marchábamos ahora mismo de excursión al campo y que mi esposa era alérgica a todo. No creo que creyese una palabra de lo que estaba diciendo, pero cuando puse el fajo de billetes encima del mostrador, echó una breve mirada por encima del hombro - seguramente hacia las cámaras de seguridad- y lo hizo desaparecer debajo de la novela de James Patterson que estaba leyendo. Un verano trabajé en el turno de noche de una tienda 24 horas para ayudar a pagar los gastos de la universidad y lo primero que aprende todo empleado es a conseguir que las cámaras se estropeen misteriosamente durante unos minutos, como por ejemplo si vas a hincharte a comer golosinas gratis o en este caso, a vender medicamentos peligrosos sin prescripción médica.

-Tenga cuidado con eso. Podría pararle el corazón.

A Irina no parece importarle. Primero traga varias cápsulas de analgésicos y me obliga a hacer lo mismo. Luego saca uno de los tubos de la caja, se pega un par de golpes con las yemas de los dedos en la cara interna del codo izquierdo y se aplica adrenalina autoinyectable directamente en la vena.

Yo observo toda la maniobra con una suerte de asqueada fascinación.

Si hay algo que odio aún más que los bordes de la pizza y las manzanas, son las agujas.

-Tendrás que conducir tú. Esta mierda me sienta fatal, ¿sí? Tardamos diez minutos en llegar a casa. Habrían sido menos si no hubiésemos tenido que parar para que Irina vomitase a un lado de la carretera.

Cuando aparco el coche y me vuelvo hacia ella, parece algo mareada y confusa. Se apoya en el capó hasta que logra que el ritmo de su respiración se ralentice un tanto.

-¿Por qué estás haciendo esto? -Porque estaba a punto de desplomarme. Y no nos lo podemos permitir.

Esta vez es Irina quien se apoya en mí hasta que alcanzamos la puerta. Me alegro tanto de estar de vuelta que apenas le presto atención a su última frase. Me alegro incluso de ver la estantería hecha con cajas de manzanas, así puede llegar a cambiar la cercanía de la muerte a un hombre.

Tengo el cerebro embotado y la voluntad derruida. Solo pienso en tumbarme en la cama y dormir, pero Irina tiene otros planes. Su cuerpo parece haber recobrado la energía, aunque se mueve de forma extraña, con movimientos bruscos, y se nota que tiene que hacer un esfuerzo para centrarse. Va de un lado a otro cerrando puertas y ventanas, poniendo una sartén con aceite al fuego y apagando las luces de la planta baja, que yo siempre dejo encendidas.

-¿Qué demonios haces? Da un pequeño trago de una de las botellas de refresco, levantando un dedo para que me calle.

-Sshh. Escucha.

Afuera se oye el motor de un coche que se detiene, y varias puertas cerrándose.

-Creía que tendríamos más tiempo -dice, sacando de la bolsa de la farmacia otro de los tubos autoinyectables y guardándoselo en el bolsillo de atrás de los vaqueros-.

Tendré que coserte la herida luego.

Ese luego parece venir desde muy lejos. Del otro lado de una verja muy alta, coronada por alambre de espino y vigilada por guardias armados.

Me acerco hasta una de las ventanas del salón y echo una ojeada a través de las venecianas. Lo que veo vuelve a ponerme una bola de hielo en el estómago. Boris Moglievich está en mi camino de entrada. Hay dos tipos a su lado, que parecen observar la casa. No veo muy bien lo que llevan en las manos -está demasiado oscuro, e Irina ha apagado también las luces de la entrada - pero dudo mucho de que sean ramos de flores.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora