Un toro
Las palabras de Tom van rebotando en mi cabeza en el taxi de regreso a casa. Apenas veo el momento de sentarme delante del teclado. Pago al
conductor sin pedirle el cambio -hoy
es un día de primeras veces, está claro
-, cruzo el salón y el pasillo en seis
pasos, bajo las escaleras del sótano de
dos ágiles saltos, me tropiezo con la
esquina de la lavadora.
Mientras se inicia el portátil y me
froto la espinilla para mitigar el dolor,
voy encendiendo las pantallas. Encajada entre la secadora rota y una caldera que funciona solo en los días pares, está mi mesa de trabajo. En otra vida fue una mesa de ping pong que alguien abandonó cerca del parque, y que todavía huele un poco a orina en una esquina. Sobre ella he distribuido el montón de cachivaches
con los que trabajo: cámaras de fotos,
una decena de discos duros, un millar de papeles, postits y cuadernos donde he ido creando el algoritmo que hace
funcionar a LISA. La última versión
ocupa casi un folio de letra apretada,
cubierto por manchas de refresco y algo que estoy casi seguro que es kétchup.
Teniendo en cuenta que lo conozco de
memoria y que este larguísimo conjunto de operaciones matemáticas vale muchos millones de dólares, debería destruirlo en lugar de dejarlo tirado encima de la mesa, pero no acabo de imaginarme al multimillonario Zachary Myers colándose en mi casa para robar
mis secretos.
Comparar esta parafernalia con el
equipo que tengo en la oficina nueva
sería como comparar un tirachinas con una ametralladora, pero lo que voy a hacer dejaría rastro en los recién conectados servidores de Infinity. Y ahora mismo valoro más la intimidad que la rapidez.
Abro la carpeta donde guardo los
prototipos de LISA, elijo el último y
hago una copia. Empiezo a editarla a
toda velocidad con el juicio embotado
por el vino y las tripas ardiendo por los cuatro refrescos que me he tomado para espabilarme. Pero a pesar de estar medio borracho y tener los dedos del tamaño de salchichas sigo siendo capaz de teclear trescientas pulsaciones por minuto sin equivocarme ni una sola vez.
No me extraña que las chicas se peguen por conocerme.
Media hora y otros dos refrescos
después, tengo una versión alternativa de LISA, con el código fuente modificado para su uso personal. En esta versión ya no buscará entre los artículos disponibles de las ciento cincuenta tiendas más importantes de internet, sino en una web muy diferente.
Que, bien mirado, es una tienda también.
He visto sus anuncios un millón de
veces al navegar, sobre todo en los foros de chalados solitarios como yo. Varía según la época del año, pero el que más se repite muestra a una atractiva eslava de caderas imposibles vestida con un traje de tubo de color rojo que mira directamente hacia mí y que me confiesa que está deseando encontrar un marido en mi país, con muchas admiraciones y una gramática deplorable. Se llama
russianwives.com, y es la más selecta
web de contactos para discretos caballeros norteamericanos que buscan una esposa honesta y trabajadora en los países del Este, según su propia definición. Un mercado de carne para chiflados que están dispuestos a que les timen, les arruinen o les engañen para conseguir un permiso de residencia en Estados Unidos, según Fox News.
Habría que estar muy desesperado
para ponerse a navegar por la web,
mirar una a una las fotos de las mujeres, a veces en posturas sugerentes, qqbuscando una que cuadre con tus deseos.
Algo así tiene que hacerte sentir muy
sucio, y yo no lo haría jamás.
Para eso he programado a LISA.
Mientras termino de compilar la
versión ejecutable del código fuente, me felicito por mi brillantez y mi
coherencia. Como tengo miedo a que me quieran por mi dinero, voy a buscar a alguien que me querrá por mi nacionalidad. Lo sé, para tener un
coeficiente intelectual de 162 me
comporto como un jodido genio.
Con un pitido triunfal, el compilador
me avisa de que el ejecutable de LISA2
está listo. Lo abro y la interfaz me
solicita una fotografía de referencia para empezar a buscar a la mujer de mis sueños.
Alguien en mi lugar elegiría una
supermodelo, una actriz famosa o una
presentadora de televisión, pero yo sé
muy bien quién es mi prototipo de mujer perfecta.
Elizabeth Krapowski, administrativa
en una empresa de productos cárnicos.
Yo tenía quince años y dos días
cuando la conocí. Lo sé porque mi
cumpleaños es el 6 de septiembre, y ella llegaba nueva al instituto, la única
incorporación de ese año. Nos saludó
desde el encerado, como manda la
tradición, nos dijo de dónde venía, como manda la tradición, y aguantó
estoicamente un par de bolas de papel
en la cara en cuanto la profesora se dio la vuelta, como manda la tradición.
Elizabeth siguió a rajatabla la norma
establecida por el alumnado femenino
de la Amundsen High School, y no me
hizo caso durante todo el curso. Ella
tampoco tenía amigos, era una chica
solitaria que sacaba buenas notas e
intentaba pasar desapercibida en la
cafetería. Supongo que intuyó a la
primera que hablando conmigo no
mejoraría gran cosa su posición social, y yo no contribuí a sacarla de su error.
Por algún motivo desconocido, después de las vacaciones de primavera,
Elizabeth sufrió un cambio. Se hizo amiga de las rebeldes de la última fila, dejó de vestir como una pastora de cabras, empezó a salir con todos los chicos que se le pusieron por delante y a ser enrollada. Como muchas chicas que han sido unas buenazas toda su vida, Elizabeth Krapowski rebotó hacia el lado contrario y se convirtió, según la opinión general, en una golfa.
Yo intentaba no babear cada vez que ella entraba en clase con su pelo rojo fuego, su piel de porcelana y su cazadora vaquera, que ahora abultaba bastante por los sitios adecuados. Creía estar secretamente enamorado de Elizabeth, pero igual no era tan secreto, a raíz del desastre que sobrevino.
No sé si fue una especie de rito de iniciación, si fue una venganza, o solo una broma que se les fue de las manos pero Elizabeth me pasó una nota en Ciencias, citándome bajo las gradas del campo de béisbol después de las clases.
El campo de béisbol, a medio camino entre el instituto y mi casa, es donde van las parejas a montárselo cuando todavía no tienen coche y quieren un poco de intimidad.
Yo no comprendía absolutamente nada por qué Elizabeth me pasaba la nota precisamente aquel día y tampoco me paré a pensar demasiado sobre ello porque mi cerebro se quedó sin riego durante las cinco horas siguientes. Solo recuerdo mi taquicardia, que no paraba de mirar el reloj y que compré seis paquetes de chicle de menta extrafuerte.
Para cuando Elizabeth se presentó bajo las gradas, hora y media más tarde de lo acordado, ya era casi de noche y yo me había comido cinco paquetes y medio.
-Hola, Simon -dijo ella, al aparecer entre las vigas de acero que soportaban las gradas. Sacó un paquete de tabaco de la cazadora y me lo ofreció -. ¿Quieres un pitillo? Yo cogí uno para no quedar como un pringao, consiguiendo parecerlo más en cuanto di la primera -y última- calada que he dado en mi vida y comencé a toser como un loco.
Elizabeth se rio y me quitó el cigarro de la mano.
-De todas formas no te queda bien.
¿Tienes novia? Un chico grande y fuerte como tú tiene que tener un montón de tías detrás.
-No tengo -conseguí decirle lo que ella sabía de sobra, sin creerme del todo lo que estaba ocurriendo.
Me puso la mano en el pecho y me apretó.
-Tienes los músculos grandes. Estás un poco gordo, pero eres un toro. Eso me pone.
Me palpó el cuello, el hombro y los brazos. Su cara se acercó a la mía y adelantó los labios, pintados de rojo oscuro.
-Aprieta los bíceps -me ordenó, con la voz repentinamente rota.
Yo obedecí y ella soltó un ronquido susurrante.
-Madre mía, pero si son como un balón de fútbol. Vamos a enrollarnos.
Se puso de puntillas para besarme.
Yo entreabrí los labios, muerto de miedo, y sentí su lengua en mi boca, explorando, ansiosa. Sabía a tabaco y a regaliz, y yo no había probado nada
mejor en mi vida.
-¿Te han atado las manos, o qué? - dijo ella, tirándome de los brazos, que se habían quedado muertos a los lados.
No tenía ni idea de qué debía hacer-. Tócame el culo, Simon.
Yo obedecí con ahínco, hurgando bajo la minifalda, jugando con el elástico de sus bragas con la punta de los dedos. Tiré demasiado fuerte de la goma y solté, dándole un pequeño latigazo sin querer. Ella se paró, con los ojos cerrados, y por un momento creí que iba a gritarme.