Un paseo
Esquivo a un policía gordo al salir a la calle, donde el repiqueteo de la taladradora mecánica asciende hasta el primer plano y de pronto se detiene, dejando el paso al ruido del tráfico y a un coro de silbidos. Me doy la vuelta y veo a un grupo de obreros con chalecos color naranja alrededor de un agujero en el suelo. Han detenido el estropicio que le están causando a la acera para silbar y aullar como bonobos en celo a una mujer que cruza la calle con un café en cada mano. Una mujer pelirroja, de tez tan blanca que casi resplandece al sol de la tarde, vestida con una gabardina corta, vaqueros y botas negras. Una mujer ni especialmente guapa ni con un cuerpo escultural, más bien atlética, pero que camina con una firmeza y una seguridad que obligan a volver la cabeza a un par de ejecutivos que se cruzan con ella. Un pie delante del otro, como si bajo ellos hubiese únicamente una cuerda floja en lugar del asfalto de Lincoln Avenue. Podrías trazar una línea recta uniendo sus pasos Es mi novia. Cuesta creerlo, ¿verdad? Mi novia.
Como siempre que la veo acercarse, casi espero que pase de largo, que continúe caminando y le ofrezca ese café al tipo de traje, maletín de cuero y móvil en la oreja con aspecto de abogado. Tiene pinta de ganar bastante y de ir mucho al gimnasio. Si eso ocurriese no me sorprendería en absoluto. Creo que una parte de mí ni siquiera se enfadaría con ella, la parte de mí que cree que eso sería el orden natural de las cosas. Que una pedazo de mujer como ella no puede estar con un friki con fobia social como yo.
Otra parte de mí mataría si eso ocurriese. Irina llega a mi lado y sonríe, ladeando la cabeza un poco para recibir un beso en la mejilla. Dudo un poco antes de dárselo, porque sigo muy nervioso y molesto con ella. Necesito aclarar las cosas, saber por qué me ha obligado a mentirle a la policía sobre la noche en que murió Tom, pero le doy el beso igualmente.
Ella me estudia con atención. Nota que pasa algo. -¿Ha sido muy duro? -dice, alargándome el café. No me apetece, preferiría una Coca- Cola, pero Irina me está ayudando a cuidarme. Desde que he dejado los refrescos he perdido algunos kilos y me siento mejor. Al parecer cada litro de refresco lleva veintisiete cucharadas de azúcar, lo cual hacía un total de cincuenta y cuatro cucharadas de ingesta diaria en mi antigua vida. Este café con sacarina es mejor, mucho mejor, dónde va a parar. -Creen que he matado a Tom -le digo, intentando dar un trago a aquel mejunje.
No hay expresiones de descontento, ni de incredulidad, ni de rechazo. Nada de lo que uno esperaría encontrar cuando uno le dice a su novia en la puerta de la comisaría que los policías que investigan el asesinato de tu socio y mejor amigo te consideran el primer sospechoso.
Ella me coge del brazo y tira de mí, calle arriba.
-Caminemos un poco, ¿sí? Cada vez que habla me sorprende su dominio del inglés. Dice que es propio de los eslavos, que son muy proclives a aprender idiomas muy deprisa, pero lo suyo es llamativo. No tiene apenas acento, arrastra a veces un poco las erres cuando está distraída o enfadada -algo que me vuelve loco, es como una espía rusa de las películas de 007-, se come alguna preposición que otra y tiene que dar un circunloquio cuando no conoce una palabra. Hace preguntas tales «¿Cómo se llama ese aparato que sirve para levantar objetos pesados que tiene una polea?» o «¿Qué significa polivalente?», y yo se lo explico, y ella anota las respuestas en una pequeña libreta moleskine que le acompaña a todas partes, y yo me siento muy bien por poder ayudarla. A veces hace preguntas simplemente por hacerlas, porque sabe que a mí me gusta responderlas, aunque ella ya sepa la respuesta. Yo me doy cuenta, porque en osas ocasiones no apunta nada en su libreta de tapas negras.
Vamos dando un paseo desde Lincoln Avenue hasta un parque cercano que Irina dice haber visto desde el coche patrulla cuando vinimos a la comisaría esta mañana. Ella va cogida de mi brazo, lo que me obliga a caminar con el codo flexionado, en una postura caballerosa y algo anticuada. Me gusta eso. Irina es alta, y gracias a los tacones de las botas es capaz de apoyar distraídamente la cabeza en mi hombro cuando esperamos en los semáforos. Su pelo rojo y ondulado se escurre entre mi camisa y la piel de mi cuello, haciéndome cosquillas. Tiene un pelo salvaje, con vida propia y siempre huele a moras Me gusta eso también. Cuando vamos a cruzar Artesian Avenue me doy cuenta de que Irina mira hacia atrás, hacia el lugar de donde hemos venido. Es un gesto tan natural que simplemente parece que mira a ver si vienen coches. Solo que no es eso Está comprobando si alguien nos sigue.