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                                                                                                 Un café

El parque es un lugar tranquilo, lleno de familias con niños. Unos cuantos críos hacen volar una cometa cerca del quiosco de música. Hay un lago pequeño —o un estanque grande, según se mire—, alrededor del cual corren un montón de esclavos de la moda con zapatillas carísimas o pasean a su perro aburridas señoras de mediana edad.

Irina me sienta en un banco cerca del lago y le da un sorbo a su café, pensativa. Quiere decirme algo y no se atreve. De vez en cuando echa un vistazo por encima del hombro, sin poder contenerse. Yo me muero de ganas de hacerle la pregunta que me ha estado corroyendo las últimas horas, y finalmente lo suelto sin más. —¿Por qué me pediste que mintiese a la policía, Irina? Ella se vuelve hacia mí, de pronto alarmada. 

—¿Qué les has dicho, Simon? —No pienso decírtelo hasta que me des una explicación.

El padre de Tom me despertó esta mañana con la noticia de que habían encontrado a su hijo en un callejón de  una zona de copas cerca de Devon Avenue. Su voz estaba extrañamente tranquila, y en cuanto terminó de hablar se echó a llorar y colgó. Me quedé sentado al borde de la cama con el móvil en la mano, sin saber si lo que acababa de pasar era verdad o uno de esos sueños que parecen reales en los primeros instantes tras abrir los ojos.

Desde que era un crío suelo sufrir muchos de esos —sueños en los que tengo un ordenador nuevo y a levantarme voy corriendo a buscarlo, sueños en los que tengo novia y palpo al otro lado de la cama para abrazarla, sueños en los que papá y mamá están vivos y esperándome en la cocina preparando el desayuno—, así que por si acaso comprobé la lista de llamadas entrantes.
No es un sueño.
Me puse una bata y fui a la habitación de Irina, que duerme en el cuarto de invitados —la habitación que antes había sido de mis padres—, al final del pasillo. Tardó un poco en abrir, aún era muy pronto para ella. Cinco noches a la semana trabaja en el Foley's, un bar de Wrigleyville, y suele llegar a casa bien entrada la madrugada.
Entreabrió la puerta, con el pelo revuelto y cara de sueño. Cuando le expliqué lo que había pasado, ella abrió mucho los ojos, me hizo pasar a su cuarto, me sentó en su cama, me tomó de las manos y me dijo: —Simon, esto es muy importante.
Cuando la policía te pregunte por esta noche, esto es lo que tienes que decir.
Llegaste a casa cansado. Yo salí a recibirte al pasillo, desnuda. Te llevé al dormitorio e hicimos amor. ¿Me has comprendido? Asentí, sin comprender nada.
—Repítelo —me ordenó.
—No... No me he quedado con ello.
No entiendo, ¿por qué...? —Estaba desnuda, salí a recibirte al pasillo, te llevé al dormitorio e hicimos amor. Repítelo.
—Estabas desnuda, saliste a recibirme al pasillo, me llevaste al dormitorio e hicimos el amor.
—Luego nos quedamos dormidos, hasta ahora. No vimos tele, no hablamos. Solo lo que te he dicho.
—¿Qué es lo que pasa? —No ocurre nada. Haz lo que te he dicho, te lo explicaré en cuanto pueda —me susurró al oído, y me dio un beso en el cuello. Un beso largo y lento, como el anticipo de un contrato con muchos ceros.
Antes de que pudiera insistir más, sonó el teléfono. Era un detective muy educado que con voz suave me informó de la muerte de Tom y me pidió que por favor acudiésemos a la comisaría de Lincoln Avenue, que necesitaban hacernos unas preguntas, que enseguida acudiría un coche patrulla a recogernos.
No tuve tiempo de pedirle más explicaciones a Irina entonces, y por eso tocaba hacerlo ahora.
—Necesito saber qué le has dicho a policía —me dijo.
—Y yo necesito saber por qué me has pedido que mienta.
—Tenías que decirles eso para que nuestras versiones coincidiesen.
Nuestras versiones. ¿Por qué de pronto habla como un personaje de CSI? —No entiendo a qué te refieres.
Irina menea la cabeza.
—Si les decías que habíamos estado juntos, viendo una película o jugando a cartas o escuchando música, te habrían preguntado qué película, quién había ganado a cartas, qué canciones habíamos escuchado.
—Ya. Y no pueden preguntarnos sobre cómo hicimos el amor. Menos mal, porque no sabríamos contestar a eso. Se revuelve en el asiento al escuchar aquello.
—Eso ha sido un golpe bajo, Simón.
Muy impropio de ti.
El sexo ha sido un tema incómodo desde el principio. Ella me había explicado que para ella sería difícil, que había tenido una experiencia traumática en el pasado y que le costaría un poco llegar a la intimidad física. Me lo había insistido mucho desde el principio, y yo ya sabía a qué atenerme. Le había dicho que sería paciente, que me comportaría como un caballero y dejaría que las cosas llegasen de forma natural. Ahora no tenía derecho a quejarme.
De pronto me siento muy sucio.
—Tienes razón, perdóname —digo, bajando la cabeza.
Irina deja pasar unos segundos, suficientes como para que la culpa siga haciendo su efecto, y después me pone una prometedora mano en el muslo.
Cerca de la rodilla, pero aun así siento el calor de su mano a través de la tela del pantalón y el corazón me da un salto.
—Necesito saber qué le has dicho a la policía, Simon —repite.
—Lo que me pediste.
Ella respira hondo, aliviada. A ella la habían interrogado primero, aunque el suyo había sido un interrogatorio muy corto. Al fin y al cabo el que tenía el motivo era yo.
—¿Han intentado sugerirte que estuvimos haciendo otra cosa? ¿Te han preguntado detalles? —Me preguntaron qué vimos en la tele o qué pijama llevabas puesto.
—Lo sabía —dice, mordiéndose el labio inferior.
—¿Cómo que lo sabías? ¿Cómo sabes este tipo de cosas? ¿Y no hubiera sido mejor decir la verdad? Me mira. Los pensamientos fluyen bajo sus ojos, como peces bajo el hielo verde: inalcanzables.
—Escucha, Simon, no puedo arriesgarme a que me manden de nuevo a Ucrania. Pueden hacerlo en cualquier momento, pueden revocarme el visado.
—No pueden revocarte el visado si tú no has hecho nada.
—No lo entiendes.
—Pues explícamelo.
Ella va a decir algo, pero en ese momento un llanto la interrumpe. Es un niño pequeño, que corre entre el quiosco de música y el lago a pocos metros de nosotros. Se para, mira hacia todos los lados y vuelve a llorar. No parece haber ningún adulto responsable alrededor.
Como varón blanco norteamericano, tengo completamente prohibido por la sociedad acercarme a socorrer ese niño, pero Irina no sufre de esas restricciones. Deja el vaso de café a un lado, se levanta y se aproxima a él.
—¿Estás bien, pequeño? —dice, arrodillándose para que su cabeza quede a la misma altura que la del niño.
—He perdido a mi mamá. No la veo y tampoco veo a ningún policía.
—No te preocupes. Yo no soy policía pero puedo ayudarte, ¿sí? ¿Sabes el número de teléfono de tu mamá? El niño extiende el brazo y muestra una pulsera grabada. —Está aquí. Irina me dicta el número y yo llamo a la madre. Al cabo de menos de un minuto aparece por el camino del lago una mujer angustiada.
—Gracias, gracias a Dios que estás bien, Tyler. Estaba preocupadísima — dice, abrazándolo y cogiéndolo en brazos.
—Ha sido un valiente —dice Irina.
—Gracias a los dos por llamarme — dice la madre, que se siente culpable de que dos extraños hayan encontrado a su hijo—. Siempre está escapándose, ya no sé qué hacer con él. Les juro que solo he mirado hacia otro lado un instante y...
—Los niños son rápidos —digo, quitándole importancia.
—Me gusta correr —dice Tyler, conteniendo un bostezo.
Irina se acerca un poco al niño y le dice: —Correr es útil. Pero quédate cerca de mamá.
—Permítanme que les invite a un café por las molestias —dice la madre, echando la mano al bolso.
—En absoluto. Ha sido un placer — dice Irina.

El niño se despide agitando la mano y sonriendo, e Irina le devuelve la despedida y la sonrisa. Cuando el niño y la madre se alejan, Irina se acaricia debajo del ojo izquierdo, justo donde tiene la cicatriz. Yo la miro de reojo y creo que me va a estallar el corazón de lo enamorado que estoy de ella. Sé que hay algo que no me está contando, pero seguro que existe una buena explicación para ello.

Tiene que haberla. —Ha sido un día muy largo y ambos estamos agotados. Además, mi turno empieza en un par de horas. Vamos a casa —me pide Irina. Volvemos hasta la calle y levanto la mano para parar un taxi. Cuando subimos y le doy la dirección al conductor, Irina se da la vuelta, alarmada, y mira por la ventana.
—¿Qué ocurre? —Me he dejado el café en el banco.
Pone la mano en el manillar de la puerta, pero no tiene tiempo a bajarse. El conductor, un hindú a juego con la música que ensordece el interior del vehículo, ya ha arrancado el coche. —Te haré otro café cuando llegues a casa —digo, haciéndome oír por encima del sitar y los timbales. Ella suelta un suspiro de impaciencia. —No es eso. Es... No importa. Pero su expresión dice lo contrario, y que no aparte la vista de la ventana hasta que doblamos la calle tampoco ayuda. Yo me pregunto por qué demonios es tan importante ese vaso de café.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora