Una parada
Irina me recompone como puede, usando la cinta aislante y una manga de mi sudadera para taponar la herida del hombro. Trabaja en silencio, y yo tampoco abro la boca. Sé que me corresponde pedir perdón por haberla traicionado y denunciado ante unos asesinos de la mafia rusa que la han torturado y mutilado, pero oye, ella me mintió.
Claro, que cuando hago balance de las faltas de uno y las del otro me sale a deber.
Mierda, hablo como mi padre.
Parecerme a él es lo último que querría. De pronto siento unas ganas tremendas de pedirle perdón.
—Siento lo de tu oreja —le digo. Mi propia voz me suena irreal.
Ella me pone un dedo en los labios y menea la cabeza. Intenta sonreír a través de los labios partidos y ensangrentados y la ternura del gesto es como un suave bálsamo que ahuyenta la muerte.
—No hables mucho. Creo que la hoja te ha rozado el pulmón.
Ja. Así que no era solo una cuchillada en el hombro.
—Chúpate esa, Bruce Willis — musito.
—¿Qué dices, Simon? —Que me perdones. Todo esto que has pasado... es culpa mía.
Ella me dedica una mirada extraña con su ojo sano. Intento descifrar el significado de esa mirada. Veo culpa, también reproche, y desprecio por mi debilidad. Veo el rechazo que siente alguien fuerte y valiente por un cobarde que nunca se ha atrevido a afrontar la vida ni a correr riesgos.
Entonces se inclina un poco y me besa en los labios. Un beso largo, lento.
Ninguno de los dos estamos en plena forma, y aun así es el mejor beso que me han dado jamás.
Creo que nunca entenderé a las mujeres. Al menos a esta.
—Tenemos que marcharnos. ¿Puedes levantarte? Resulta que, con su ayuda, sí que puedo. Irina es mucho más fuerte de lo que parece, incluso en el maltrecho estado en el que se encuentra. Su mano izquierda está también hinchada, y apenas la mueve. Creo que tiene varios dedos rotos, y le han arrancado tres uñas. Pero al menos puede caminar.
Ella ha encontrado sus pantalones, hechos un higo en una esquina de la habitación. Los zapatos no aparecen.
Descalza, registra el cuerpo de Vanya y le quita algo que se guarda en un bolsillo. Luego me ayuda a pasar por encima de él. El muy cabrón ha tenido el detalle de morirse encima de mis diez millones de dólares. Varios de los fajos que habían quedado esparcidos por el suelo están ahora teñidos de rojo.
—¿Te importaría recogerlo? Creo que yo no sería capaz.
Lo hace, deprisa y sin decir nada.
Este sería un momento excelente por su parte para pedir disculpas por haber revelado lo del dinero y haber puesto en riesgo todo lo que poseo —claro que a ella la estaban abrasando con cigarros encendidos y cortándole trozos del cuerpo, así que es comprensible—, pero Irina no es dada a las explicaciones ni a los perdones.
Sin embargo, yo le ofrezco de las primeras. Le cuento lo que ha sucedido en las últimas horas. Le describo la visita de la policía y del FBI. Le hablo de los tipos a los que he encerrado en el maletero del Mercedes. Cuando pasamos a su lado, ella no le dedica ni una mirada. No sale ningún sonido del interior.
Cuando salimos a la calle, el aire fresco parece irreal, inmaculado. La normalidad me produce un efecto embriagador. Creía que no saldría respirando de aquel taller. Creía que no volvería a comer patatas fritas tirado en el sofá, a ver con Arthur pelis de 007, a sentarme frente al ordenador a picar códigos.