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Una prueba

No sé cuánto tiempo paso en el suelo hasta que logro recomponerme. ¿Dos minutos? ¿Cinco? Solo sé que de algún modo logro ducharme, vestirme y llegar a la oficina, aunque no recuerdo haberlo hecho. Mi cerebro parece haberse encasquillado en la imagen del ruso haciendo aquello a Irina, algo que solo me había ocurrido una vez antes, cuando El Accidente, cuando los policías nos llevaron a Arthur y a mí fuera de la casa y de alguna forma me encontré horas después en la comisaría. No era capaz de recordar nada, solo ese último instante antes de que mi padre cayese a través de la barandilla de la escalera, levantando su mano hacia mí, antes de perder pie y desaparecer en el vacío. 

De un modo parecido, me encuentro caminando por el pasillo de la oficina, que hoy rebosa de actividad. Los empleados arrastran los últimos retazos de la energía maníaca que les ha mantenido en pie, trabajando toda la noche. Veo caras que se vuelven hacia mí, pero la mayoría me rehúyen. No necesito que me expliquen que las noticias no son buenas. Tampoco que muchos me culpan a mí del inminente fracaso. Otro brillante episodio que añadir a mi historial: la cantidad de buena gente a la que he fallado por mi egoísmo y mi estupidez. 

Marcia está sentada en su mesa, y no se levanta, ni se gira cuando me acerco.

—Ya están ahí dentro —dice, señalando a la sala de conferencias, sin quitar la vista de la pantalla—. Ha venido Myers en persona, con un par de esbirros para recoger los despojos. 

Tiene un aspecto horrible, con el pelo recogido en una coleta algo torcida, y grandes bolsas en torno a los ojos. En su ordenador ha saltado el salvapantallas, y me pregunto cuánto rato lleva mirando sin ver, perdida en sus pensamientos.

—¿Cuáles son las últimas cifras? Ella se da la vuelta y me lanza una mirada capaz de licuar las piedras.

—Así que ahora te importa, de repente. 

Que si me importa. Cómo explicarle que lo que ha pasado, mi incapacidad para seguir centrándome en el proyecto, mi mutismo, todo tenía que ver con Irina.

Necesitaba saber la verdad, y ahora que la sé —ahora que me ha caído una tonelada de verdad encima, con volquete y todo—, lo que necesito es que LISA funcione, que sea la maravilla que estaba destinada a ser desde un principio.

De lo contrario, Irina morirá.

—Dime el porcentaje, Marcia.

Ella respira hondo, y escupe la cifra, como si llevase algo venenoso en la boca.

—Sesenta y cinco por ciento.

Así que ha servido de algo. Los cambios que hicieron ayer han logrado aumentar la efectividad del algoritmo un dos por ciento, lo cual supone un logro increíble, pero aún estamos muy lejos del setenta y cuatro por ciento que nos exige el contrato con Infinity.

—Quizá cambien de idea —digo, sabiendo lo minúsculo que es el clavo al que intento agarrarme—. Quizá si hablo con Myers nos dé un poco más de tiempo... Marcia se echa a reír, y no hay un asomo de alegría en esa risa.

—Simon, dime que no eres tan estúpido. Myers ha querido que esto fracase desde el principio. Tu idea supondrá mucho dinero para ellos, pero si se quedan con la tecnología supondrá mucho más. ¿Qué crees que haría Myers con LISA? ¿Sabes cuáles son las posibilidades militares de tu invento? —dice, aplicando a las dos últimas palabras sarcasmo suficiente para ahogar una vaca.

—No pueden usarlo para nada que no... —Pueden usarlo para lo que les salga de las narices dentro de —mira el reloj — diecisiete minutos, exactamente. En cuanto hagamos la prueba y vean que es un fracaso, LISA será suya.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora