Una vela
El trozo de cinta policial amarillo cuelga de una esquina de la pared como la serpentina de una fiesta.
Es el único vestigio de la tragedia.
Por lo demás, el callejón parece limpio, ordenado. Razonable. Solo hay un contenedor a la entrada y una puerta que debe de dar a la cafetería. Las paredes, encaladas en blanco, ni siquiera muestran pintadas.
Intento imaginarlo de noche y la perspectiva cambia. Hay una farola en la pared, pero está rota. Veo un puñado de cristales en el suelo. Los remuevo con la punta del zapato. Son finos, casi imperceptibles. Parece que no llevan demasiado tiempo a la intemperie.
Junto al contenedor hay una sección del suelo algo más oscura. Una coloración irregular, distribuida a brochazos. Grande. Una mancha decididamente mayor que un huevo frito.
Una mancha que nadie ha cubierto con aceite de motor, sino que alguien ha intentado borrar con lejía y un cepillo grueso. Solo en el punto en el que el suelo se encuentra con la pintura blanca de la pared pueden verse trazas de rojo.
El resto solo es una sombra que el tiempo acabará difuminando hasta que desaparezca.
Cuatro minutos tendido en un charco de meados, sintiendo que el aire y la vida se le escapaban, mirando a un contenedor de basuras, sabiendo que su amigo le había traicionado.
No hay un charco de meados, supongo que en esto la detective Ramírez me mintió. Me pregunto cuánta mentira hay que mezclar con la verdad para que un sospechoso reaccione como tú esperas. Cuánto cálculo conlleva, cuánta improvisación. Si disfrutarán con la intimidación, con esa sutil forma de tortura justificada por un sueldo, una placa y un ideal de justicia.
Aquí murió Tom.
Solo, sin nadie que le sostuviese la mano, sin tener tiempo de hacer balance, de arrepentimientos ni despedidas.
Quizá sin comprender lo que estaba ocurriendo. Un disparo en el cuello. La sangre abandonaría el cerebro muy deprisa, anulando las facultades de raciocinio, dejando solo el miedo.
Cuatro minutos.
En cuatro minutos da tiempo a pasar mucho miedo.
Junto a la pared, alguien —supongo que sus padres— ha dejado un altar improvisado. Un ramo de flores. Un marco conteniendo una foto de Tom el día de la graduación en el instituto.
Sonriente, confiado, imbuido del cauteloso optimismo del niño aterrado por las ganas que tiene de hacerse adulto. Conozco bien esa foto, la he visto en casa de los padres de Tom, en la repisa de la chimenea. Conozco bien esa mirada, es la misma que tiene mi madre en la foto de su boda. Dos víctimas unidas por una sola vida. De pronto me invade la sospecha de que quizá, de alguna forma que aún no logro comprender, la segunda víctima sea consecuencia de la primera, y me entra un escalofrío.
Hay un cirio de color blanco en el suelo, entre la foto y el ramo de flores.
La mecha retorcida ha consumido una cuarta parte de la cera antes de apagarse, como una promesa incumplida. No tengo fuego, y no voy a irme dejándolo así.
Suena un tintineo musical cuando entro en la tienda de 24 horas. Unos tubos metálicos adornados con figuras de animales sirven de alerta al dependiente, un señor mayor con boina a cuadros y gafas tan gruesas que sus ojos parecen contemplarte desde el interior de un submarino. Me abro paso entre las estanterías abarrotadas de patatas fritas y pañales hasta el mostrador.
—¿Tienen mecheros? El hombre señala a su derecha, un expositor con toda clase de mecheros de gas desechables, con dibujos que van desde hojas de marihuana hasta supermodelos en distintos grados de desnudez. Cojo uno de estos últimos.