Un taller
El vistazo es corto. No hay mucho que ver.
Auto Body Shop está instalada en un edificio de ladrillo rojo de una sola planta. Hay cuatro ventanas tapadas con pintura negra a un lado y otras tres al otro de una puerta que no invita demasiado a entrar. El letrero de la entrada está serigrafiado en un toldo de plástico barato y genérico, que podría haber coronado el acceso a una ferretería o a una tienda de ultramarinos.
La calle es tranquila, apenas hay tráfico rodado y las aceras están vacías.
Delante del taller de reparación no hay aparcado más que un Toyota Camry. No parece un coche de mafioso. No parece un coche de nada, en realidad. Si hay alguna palabra para definir lo que estoy contemplando es vulgaridad, en el sentido más objetivo del término.
Aquí no puede estar ocurriendo nada malo.
No sé lo que estaba esperando.
Quizás un neón con la silueta de una mujer desnuda, o un montón de tipos en chándal de táctel apostados en la puerta.
Estoy cruzando la calle, impulsado por la normalidad extrema del lugar, cuando se me ocurre que quizás esa grisácea pátina de convencionalidad no sea sino un camuflaje perfecto. Para cuando la idea se ha terminado de asentar en mi cabeza, ya tengo la mano en la manija de la puerta, y un empleado de camisa blanca y cara aburrida a juego me mira con curiosidad. Está sentado detrás de una mesa de contrachapado laminado — llamarlo mostrador sería un insulto para los mostradores— en una anodina recepción con tres sillas y un polvoriento ficus de plástico. De pronto no me parece tan inocente el lugar, pero tampoco me atrevo a darme la vuelta. Pienso en entrar, inventar cualquier cosa y largarme.
Pienso en correr hacia el coche. Cuando quiero darme cuenta estoy delante de la mesa.
El tipo me echa una ojeada de abajo arriba —tiene que estirar el cuello—.
Mis vaqueros, mi sudadera con capucha tamaño XXL, la mochila que llevo colgada, y espera a que yo diga algo. Yo le devuelvo el escrutinio: bajo, delgado, casi demasiado, el pelo rubio pajizo cortado como un tazón, la boca de labios finos, huidizos.
—Estamos a punto de cerrar —dice.
Ah, bueno, en ese caso... No respondo. El silencio se arrastra durante un par de penosos segundos antes de que él se vea obligado a llenarlo.
—¿Qué deseaba? —dice, con un inconfundible acento eslavo.
El cerebro se me desconecta de la boca.
—Me envía Boris —digo, intentando aparentar normalidad. Sonrío.
El tipo tras el mostrador abre mucho los ojos, y su mano izquierda deja caer el boli que estaba sosteniendo. El papel enfrente de él está cubierto de garabatos que forman intrincadas figuras geométricas. También ha dibujado algunos penes en los márgenes.
—¡Aleks! —dice, casi gritando—.
¡Aleks, ven! Hay miedo en su rostro granujiento.
—Escucha, yo no sé nada de todo esto —dice, echándose un poco hacia atrás en la silla—. Ha sido cosa de Vanya. Yo solo estoy aquí. Solo me pagan por estar aquí y echar a la gente.
Díselo a Boris.
Doy un paso hacia delante y apoyo las dos manos en el mostrador. El tipo retrocede un poco más.
El tal Aleks se asoma a la puerta que conduce a la parte de atrás. Lleva un mono gris de mecánico salpicado de manchas añejas. Tiene la cabeza rapada, y, aunque es algo más bajo que yo, sus manos —que se limpia con un trapo grasiento— son grandes como jamones.