Un buey
—Simon Sax, encantado de conocerle, señor Moglievich. Lo siento, de verdad que tengo prisa —digo, estrechándole la mano.
—Yo podría contarle algo acerca de su amigo.
Ya he empezado a alejarme, pero aquello me frena en seco, como un mimo haciendo el truco del muro invisible. Me giro hacia él, profundamente intrigado.
Aquel hombre parece simpático y actúa como si fuese simpático, pero sigue habiendo algo en él que no me gusta. El móvil me vibra, reclamándome o avisándome. Voy a cogerlo, pero sé que si hablo con Marcia me obligará a regresar, así que lo apago.
—Le escucho.
—No, no, amigo. Los rusos nos tomamos nuestro tiempo. Camine conmigo. Tengo un bar por aquí cerca, comamos algo primero.
Veo que no me queda más remedio que aceptar, y le sigo. Vamos bajando por Devon Avenue en dirección oeste, mientras Boris me va explicando la historia de los comerciantes de la zona, de cómo la calle se fue amoldando a la ingente cantidad de inmigrantes rusos que han ido llegando a cuentagotas desde principios del siglo pasado, y como una oleada a partir de los años setenta.
—La palabra Devon es parecida a una palabra rusa, que es la que emplea mi gente. Deevahn, quiere decir sofá. La Avenida del Sofá. Somos un pueblo con gran sentido del humor —dice Boris, muy serio.
El bar está a siete manzanas de distancia, y resulta ser un lugar acogedor llamado Carpathian que a estas horas está semivacío. Una docena de mesas de roble, sofás rojos gastados y luces amarillentas que dan a la estancia un aire soñador, nostálgico. Escenas de caza adornan las paredes, y una barra de madera más oscura, atendida por un camarero calvo y sonriente, conecta con una cocina de la que escapan olores agradables. Noto cómo el estómago me ruge, y Boris se da cuenta. Da unas órdenes breves en ruso mientras me conduce a su mesa, una tabla redonda al final del restaurante con capacidad para seis personas. La decoración allí es distinta. De la pared de ladrillo visto cuelga una gruesa varilla metálica terminada en un pincho, con una batería y unos cables. Parece peligroso.
—¿Qué es? Boris mira el objeto y se encoge de hombros.
—Algo que pertenecía al dueño anterior. Hay toda una historia detrás, se lo garantizo.
No parece dispuesto a contármela, y yo no tengo ocasión de preguntar, porque en ese momento aparece delante de mí un plato de carne recubierta con una salsa rojiza que resulta ser lo más sabroso que he probado en mi vida.
—Buey Strogonoff. La mejor contribución de mi país a la humanidad.
—Creí que era Guerra y Paz —digo, entre bocado y bocado. Él no come nada. Solo le han servido un vaso de agua con dos cubitos de hielo y una servilleta debajo.
—Intensa, pero soporífera. ¿La ha leído? —He visto la película.
—Pues eso que se ahorra. Los narradores rusos tienen un problema serio: son rusos. Tolstoi, Dostoievski, Bulgakov. Maestros narradores con los hombros cargados, intentando levantar todo el peso del mundo. Nyet. A medida que uno va hacia el oeste va encontrando en la literatura el equilibrio entre lo sabroso y lo digerible.
—Hasta llegar a Hollywood, ¿no? Boris suelta una risotada y saca un cigarro de una pitillera de plata que enciende con un mechero Dunhill. A Arthur le encantaría, es idéntico al de James Bond en Dr. No. Un cenicero aparece debajo de la punta encendida como por arte de magia, ahora no está, ahora sí. Las leyes contra el tabaco en lugares públicos parece que no rigen aquí. De todas formas Boris tiene la delicadeza de echar el humo hacia otro lado hasta que termino la carne.