1 Un reencuentro
Cuando abro la puerta, pasan tres cosas.
Irina levanta la cabeza. Apenas alza la barbilla, temblorosa, como si el mundo entero hubiese caído sobre ella.
Su rostro es una paradoja, dividido entre la belleza intacta del lado derecho y la deformada hinchazón del izquierdo.
Quizá le han golpeado todas las veces en el mismo sitio para aumentar el dolor.
Quizá solo es que son diestros. Quizás estoy a punto de perder la razón. No llevo bien que hagan daño a la gente que amo. Lo llevo aún peor cuando es culpa mía El tipo de la barba hipster -Vanya - sale del baño. Se está abrochando los pantalones. Se oye el ruido de la cisterna. Debajo del brazo lleva una revista de videojuegos. Si la cosa se pone aburrida, ya tenemos de qué hablar.
Yo comienzo a desmayarme. La cuchillada en el hombro emite una radiación dolorosa y pulsante, y el brazo izquierdo parece un insensible y pesado trozo de hormigón. Momentos como este me hacen alegrarme de ser zurdo. Me cambiaría de mano la pistola, pero tengo la mano derecha muy ocupada en intentar sostenerme en el marco de la puerta. El corazón me late más deprisa, y me cuesta respirar.
Vanya me mira con extrañeza y abre en su rostro esa herida a la que otros llaman sonrisa.
-Habíamos quedado más tarde, Simon.
Cuando alguien entra en una habitación encañonando a alguien, tiene ciertas expectativas con respecto a lo que hará esa persona. Hay un montón de cosas que Vanya no hace. Hay un montón de cosas que no hace. No se mueve. No pregunta cómo les he encontrado. No aparta la mirada del arma. Incluso en mi estado lamentable soy capaz de ver que está evaluando la situación antes de actuar. Los dos idiotas de ahí fuera solo eran un par de infelices. Pero este tío es algo realmente serio. Lo sé, porque yo estoy sosteniendo una .44 con ocho balas y él una revista, y el que está acojonado soy yo.
Puede que tenga algo que ver con que me queden unos treinta segundos para perder el conocimiento.
-Te traía el dinero. Pero me parece que me la voy a llevar gratis.
Dejo caer la mochila con la pasta.
Debe de pesar algo más de diez kilos, y cuando la suelto me encuentro algo mejor. El cierre de la cremallera se revienta, y varios fajos se esparcen por el suelo.
Vanya mira el dinero, y da un paso hacia su izquierda.
La habitación debió de haber sido na sala de descanso para los empleados, o quizás un despacho. Los únicos muebles que hay son la silla en la que está sentada Irina y una mesa situada en el centro de la habitación. Encima de ella hay una caja abierta de pizza, un cenicero atestado de colillas, un cuchillo, unos alicates y un revólver cromado de aspecto muy peligroso.
Vanya está a solo un par de metros de él.
-Simon -me llama Irina, con voz cascada, ausente, una voz situada a una eternidad de distancia-. Dispárale.
Suena bien. Suena sencillo. Si tan solo el cañón del arma dejase de temblar.
-Aléjate de la mesa -le digo a Vanya. Doy un paso hacia delante, y él obedece. El problema es que lo da hacia mí.
-No creo que se atreva a dispararme. Tu novio no es un asesino.
Podría hablarle a Vanya del Accidente. Hay una consejera de asuntos sociales que no opina lo mismo. Yo, de hecho, no opiné lo mismo durante mucho tiempo. La etiqueta es más bien irónica.
Sin embargo, tiene razón. No me atrevo a apretar el gatillo. No sé si me da más miedo la detonación, la sangre que saldría de su cuerpo o el hecho de que lo más probable es que falle.
Tienes ocho balas. Está a menos de tres metros. Nadie es tan malo.
Yo sí.
-Contra la pared -le digo a Vanya.
Vanya no hace caso. De hecho, va en dirección contraria.
-Dispárale, Simon. No pienses.
Dispara.
-Haz caso a tu novia, Simon.
Dispara -remeda, Vanya, burlón.
Un paso más. Ahora sería imposible fallar.
Tiende la mano hacia mí.
-Dame la pistola, Simon. Todo irá bien.
Aprieto el gatillo.
Vanya se encoge, eleva las manos por encima de la cabeza. El ruido del disparo me atrona los oídos. Un poco de yeso cae del boquete que acabo de abrir en la pared. El retroceso envía una corriente eléctrica a través de mi brazo entumecido, que explota de dolor al llegar al hombro.
La risa de Vanya se mezcla con el eco de la detonación. Esto también lo he vivido antes. Es la risa de todos los que me han mirado por encima del hombro desde que tengo uso de razón. Es la banda sonora que sonaba en el gimnasio del instituto, bajo las gradas del campo de fútbol o en el concurso de talentos.
Es el perpetuo, empequeñecedor coro de quienes han decidido lo que soy antes de darme la oportunidad de ser otra cosa.
El torpe, patético e inútil de Simon fracasa de nuevo. Qué sorpresa.
Bueno, esta vez no.
Hago un enorme esfuerzo por contener el temblor. Vuelvo a apretar el gatillo, y en esta ocasión la bala impacta en la cadera de Vanya. La fuerza del impacto le hace dar un salto extraño hacia atrás y mover los brazos en aspa, en una ridícula parodia de baile. Lleva un reloj de pulsera dorado y grande, que refulge bajo el neón.
La pistola se encabrita en mi mano y mis dedos no pueden aferrarla. No la escucho caer, porque yo mismo estoy intentando evitar la colisión con ese suelo que de pronto asciende hacia mi cara a toda velocidad.
Intento detenerlo con el brazo equivocado. El dolor es un fuego rabioso, como una nueva cuchillada en el hombro.
En la tele es más sencillo. Bruce Willis recibe dos o tres tiros y se levanta como si tal cosa. A mí me clavan un cuchillo en el hombro -lugar que, como todo el mundo sabe, es terreno neutral, la Suiza de las heridas- y apenas puedo moverme.
Creo que no volveré a ir al cine, pienso antes de cerrar los ojos un momento. Solo un momento.
-Simon. Tienes que desatarme - llama Irina, desde el otro lado de un velo nuboso-. Ven hacia aquí y suéltame.
Ha pasado un minuto. Quizás una semana. Solo sé que siento la cabeza cosida a las baldosas del suelo. Oigo un gimoteo ahogado y creo que es mío, hasta que me doy cuenta de que se trata de Vanya, al que la Desert Eagle -el nombre del arma viene de golpe, incluso recuerdo que tenía trece años cuando la utilicé en un juego para PC, pero no recuerdo el título- le ha hecho un enorme agujero. Al menos eso vi antes de que cayese. Un agujero en un ser humano que no logro reconciliar con la realidad. Era algo que no debía estar ahí. Nosotros tampoco deberíamos estar aquí.
Me pongo de rodillas y voy a cuatro patas -a tres, sería más exacto- hasta la mesa. Estiro el brazo para apoyarme en el borde, e intento impulsarme hacia arriba, sin contar conque son muchos kilos para un mueble de plástico barato, de esos de jardín. La mesa se vuelca y acabo cubierto de ceniza, colillas y bordes de pizza.
-Simon. Date prisa -dice Irina.
En su voz hay alarma. Cuando sigo la dirección de su mirada, veo por qué.