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Un juego

Arthur está en mitad de la escalera cuando le tomo del brazo y le obligo a subir. No le gusta.

—¿Qué pasa, Simon? A lo largo de mi vida he sentido muchas veces la sensación de superioridad frente a los personajes de la tele, en esos momentos maravillosamente coreografiados para que les grites lo estúpidos que son.

Momentos en los que les niegan una información vital a sus seres queridos, solo por no hacerles pasar un mal trago.

He comenzado centenares de veces una frase con las palabras «Si yo estuviese en esa situación le diría que...».

—Arthur, vamos a jugar a un juego.

Ven a mi cuarto.

—No quiero ir a tu cuarto. Quiero dormir. Estoy cansado. 

Mi cuarto tiene dos puertas detrás de las que protegerse, la de entrada y la del baño —mi hermano usa el del pasillo—, pero Arthur tira de mí cuando intento arrastrarle en la otra dirección, así que cedo y me encierro en el suyo con él.

Su habitación está a oscuras excepto por la luz quitamiedos que siempre se deja encendida. Está en pijama. Tiene los ojos medio cerrados y el humor de perros que se le pone cuando se despierta en mitad de la noche.

—¿Por qué has vuelto tan tarde? —Hemos ido a ver a unos amigos. Y ahora vamos a jugar a un juego.

—No soy un niño, Simon —me dice, enfadado—. ¿Qué pasa? No pasa nada. Solo que unos hombres armados van a entrar en casa.

Que la pistola de papá la tiene la policía. Se la llevaron porque creían que con ella había disparado a Tom, que por cierto está muerto y aún no me he atrevido a confesártelo.

—Necesito que me dejes tu teléfono.

Él mira hacia otro lado y se pone a tararear una canción. Oops, I did it again. Es lo que hace siempre cuando sabe que se ha saltado una norma. Y la más importante, la única que debe seguir al pie de la letra además de avisar cuando viene a dormir a casa, es la de que nunca, nunca, nunca debe salir a la calle sin su móvil.

—No, Arthur. No, Britney Spears, no.

Él agacha la cabeza.

—Estaba sin batería. Lo he dejado cargando.

—Por el amor de Dios, Arthur, hay enchufes en casa.

—No siempre funcionan. 

Ahí me ha pillado. Desventajas de haber pasado periodos de escasez y noches sin luz eléctrica. Me quedo en silencio, y pienso en si servirá de algo atrancar la puerta con la cómoda. Saltar por la ventana está descartado. La parte trasera de la casa da a un terraplén bastante alto —por eso no tenemos jardín trasero—, y no hay manera de que yo baje por ahí sin romperme la cabeza, y mucho menos Arthur, cuya coordinación motora es solo ligeramente mayor que la mía —¿Estás enfadado conmigo, Simon? Recuerdo que preguntó algo parecido una vez, hace muchos años. La noche en la que mi padre regresó a casa tarde de trabajar, y mamá decidió que no podía aguantar más y se encerró en el baño con una botella de vino, un bote de pastillas y una cuchilla de afeitar. La noche en que yo tenía que hacer la cena, en que le pedí a Arthur que subiese a decirle a mamá que si quería un sándwich, o algo.

La noche en la que Arthur bajó y dijo que no, aunque no había escuchado nada al otro lado de la puerta, pero él dedujo que eso significaba que no quería nada.

La noche en la que papá regresó y ocurrió El Accidente, y Arthur solo quería saber si yo estaba enfadado con él.

—No, por supuesto que no. Todo irá bien. No hay de qué preocuparse.

CicatrizDonde viven las historias. Descúbrelo ahora